De política y cosas peores

Armando Fuentes

9/05/17

Era cleptómana. Lo supe desde la primera vez que la vi en aquel centro comercial y me enamoré de ella. Ese día la seguí a una tienda de cosméticos. La miré abrir su bolso y disimuladamente deslizar en él un lápiz labial. Nadie se dio cuenta de eso más que yo. Salió de ahí con una sonrisa como de niña que ha hecho una travesura sin ser descubierta. Fue a tomar un café. Llegué y me senté frente a ella. Le dije: «¿Puedo ver su lápiz labial?». Obediente, sacó del bolso el que había hurtado y me lo dio. «Soy el gerente de la tienda -mentí-. No la voy a denunciar, porque es usted muy hermosa, pero tendrá que invitarme un café». Volvió a sonreír, y charlamos amistosamente. Hablaba como persona culta, y se lo hice notar. Me explicó que leía mucho. Padecía de insomnio, y eso lo aprovechaba para leer. Era en verdad muy bella. Se expresaba con un dejo extraño pero grato al oído. Le pregunté de dónde era, y respondió vagamente que del sur. Vestía con elegancia; se adivinaba que no tenía necesidad de robar. Nos citamos para vernos ahí mismo el siguiente día. Llegué con anticipación y la vi entrar en otra tienda. Observé desde lejos cómo echaba en su bolso un dije insignificante que costaría unos cuantos pesos. Cada vez que nos reuníamos robaba algo antes de nuestro encuentro. Terminé por volverme su oculto protector. La seguía disimuladamente, y cuando entraba en alguna tienda hablaba con el encargado y le decía: «Aquella dama tomará alguna cosa y luego se saldrá sin pagar. Yo pagaré por ella». Eran naderías lo que hurtaba; pequeños objetos sin valor. Un día la invité a mi departamento. Bebimos un par de copas; hicimos el amor. La acompañé a su coche, y al regresar noté que había desaparecido una muñequita de porcelana recuerdo de mi madre. No pude menos que reír. Al día siguiente se lo dije, y fue entonces cuando me confesó que tenía esa compulsión, la de apoderarse de cosas ajenas. Lo hacía en las tiendas, pero también en las casas de sus amigas, en la oficina donde alguna vez había trabajado; en cualquier parte. Me explicó eso diciendo que en su niñez había padecido carencias, pues era de familia pobre. Sentía envidia de sus compañeritas, que tenía cosas que ella no tenía. Así empezó a robar sin darse cuenta y sin sentir por eso ningún remordimiento. Cuando creció siguió haciendo lo mismo. Ya no sabía por qué, pues su situación era muy otra. Se había casado con un hombre de posibles, y aunque se había divorciado de él nada le faltaba. Y sin embargo seguía robando. Le pregunté si había buscado ayuda profesional, y me contó que había ido con un siquiatra. Fue él quien le dijo que lo suyo era una compulsión. El tratamiento, sin embargo, no sirvió de nada. La avergonzaba que yo me hubiera percatado de su problema. Al día siguiente me devolvió la muñequita. Fue ese el último día que la vi. Ya no acudió a la cita acostumbrada. Estuve un mes yendo todos los días al centro comercial, y no se apareció. Jamás volví a verla. Y necesito saber de ella, pues al poco tiempo noté que se había llevado otra cosa que me pertenecía: mi sueño. No mis sueños. Eso es literatura. Mi sueño, esa pequeña muerte que cada noche morimos para seguir viviendo. No sé cuándo ni cómo me lo robó. Quizás una vez me distraje y lo deslizó en su bolso. Antes yo era, como dicen, de muy buen dormir. Ponía la cabeza en la almohada y hasta el otro día. Ahora ya no duermo. Cinco años llevo sin dormir. Me dirán que eso no puede ser, pero así es. La cleptómana se robó mi sueño. Ahora ella duerme mientras yo paso las noches en vela. Y sin embargo no la voy a denunciar. Es muy hermosa. FIN.

MIRADOR

Después de 50 años de buscarla John Dee encontró por fin la piedra filosofal, esa materia que convierte en oro todo lo que entra en contacto con ella.
A nadie dijo de su hallazgo: sabía lo que el oro hace a los hombres. No la usó. Su búsqueda no había sido para enriquecerse, sino para saber.
Tomó la piedra, pues; se internó en el bosque y la enterró donde nadie pudiera hallarla nunca.
Ahí sigue la piedra filosofal, desconocida, oculta. Aun así, sepultada desde hace varios siglos, despide todavía un brillo extraño que sólo ven los animales montaraces.
Algún día sucederá que un hombre verá aquel raro resplandor. Cavará y sacará la piedra. No tardará en descubrir que todo lo que toca se convierte en oro.
Él sí usará la piedra.
Y ese hombre será el más desdichado de la tierra.
¡Hasta mañana!…

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