Armando Fuentes
8/05/17
Austin Dobson escribió un doliente dístico: «Time goes, you say. Ah no! / Alas! Time stays, we go». Intento una traducción: «Dices que se va el tiempo; ¡ay, no! / Se queda el tiempo, me voy yo». (Las traducciones, dijo alguien, son como las mujeres: si son bellas no son fieles, y si son fieles no son bellas). El tiempo, hay que admitirlo, no fue benévolo con la Canela. Tal era el apodo de una mujer que otrora fue complaciente con su cuerpo, y cuyo cuerpo ahora a nadie complacía, pues mostraba en exceso las evidentes huellas que deja el implacable paso de los años. Una tarde se la topó en el súper una amiga de su juventud, y casi no la reconoció. Le preguntó, dudosa: «¿Eres la Canela?». «Así es» -contestó la interrogada. «Perdóname -se apenó la otra-. Has cambiado tanto que vacilé antes de hablarte». «No te disculpes -repuso la Canela-. Lo que sucede es que tú me conociste cuando era Canela en rama, y ahora soy Canela molida». La desolada expresión de esa mujer me lleva a preguntarme si hubo algún tiempo en que México estuvo en flor, y no molido y quebrantado como ahora. Vano ejercicio de nostalgia sería tratar de responder a esa pregunta. La nostalgia, pienso yo a contracorriente de la opinión común, no es el arte de recordar lo bueno: es la ciencia de olvidar lo malo. Cuando recordamos con añoranza los pasados tiempos hacemos a un lado las memorias ingratas y evocamos únicamente los ratos amables. Lo cierto es que en nuestro país todo tiempo pasado fue igual: siempre los mismos vicios de la vida pública; siempre iguales corrupciones y semejantes ilegalidades. Lejos de mí la temeraria idea de proponer la resignación ante los males que sufrimos diciendo que son los mismos que padecieron nuestros padres y nuestros abuelos. Por el contrario, los menciono con la esperanza de que ya no los sufran nuestros hijos y los hijos de ellos. Eso sí: cualquier cambio que beneficie a nuestro México no vendrá de la clase política. De esa casta, tan echada a perder en general, no debemos esperar mucho. Mejor dicho, nada debemos esperar. El cambio vendrá de la sociedad civil organizada; de los ciudadanos preocupados por el bien de la comunidad. Cuando su irritación crezca, cuando ese enojo social se convierta en acciones comunitarias, en participación cívica, entonces quizá seremos canela en flor, y no molida como ahora. Wan Loo, emperador de la China, era un gran comilón. Solía decir que cultivaba la gula porque ese sería el último pecado de la carne que podría cometer. Así, pedía a sus cocineros -tenía uno para cada día del mes- que le pusieran en la mesa manjares exquisitos, suculentas viandas, exóticos bocados que halagaran lo mismo su paladar que su alma. Los refitoleros se esforzaban en complacerlo, pues cuando un platillo le gustaba extraordinariamente el monarca premiaba con 100 monedas de oro y una muchacha virgen al guisandero que lo había confeccionado. Cierto día el emperador llamó a sus marmitones y les ordenó que le prepararan una sopa de aleta de tiburón. «Ya sé -les dijo- que ése es plato común, de cocina mostrenca. En este caso, sin embargo, el tiburón deberá tener 100 años de edad, a fin de que el sabor de la aleta esté reconcentrado». Todos los pescadores del imperio se pusieron de inmediato a buscar un tiburón de un siglo. No lo pudieron encontrar. Al cabo de dos meses los cocineros del emperador se presentaron tribulados ante él y le dijeron: «Divino Sol de la Celeste Casa: con pena te informamos que no pudimos hallar un tiburón de 100 años de edad para hacerte tu sopa. Encontramos sólo uno de 50». «¡Ah no! -rechazó el emperador-. Ustedes saben que no me gusta la comida rápida». FIN.
MIRADOR.
Anoche me soñaste, Terry, amado perro mío que te fuiste ya. Sé que me soñaste porque yo te soñé.
En mi sueño eras el perro joven que fuiste en otro tiempo. En tu sueño yo era el hombre joven que en otro tiempo fui.
Íbamos los dos, felices de la vida -felices con la vida-, por la vereda que sube lentamente al monte de Las Ánimas. Habían ya brotado las flores de la primavera, y los pinos perfumaban de resina el viento.
Llegamos a lo alto, y desde lo alto vimos el caserío del Potrero. Parecía una flor blanca que se hubiese abierto en la distancia. Arriba, por el cielo, una bandada de nubes que también parecían flores blancas iba en busca del sol de la mañana.
¿A qué fuimos aquel día a las alturas, Terry? A nada. A vivir. A ser. Ahora tú ya no vives, aunque sigas siendo. Ahora yo empiezo a ya no ser, aunque siga viviendo.
Eso no importa, Terry, perro mío. Tenemos el recuerdo de las nubes que se van, pero tenemos también la memoria del caserío que se queda.
¡Hasta mañana!…