Armando Fuentes
2/05/17
Lo que te voy a contar no debería contártelo. Y lo que hice no debí haberlo hecho. Lo hice, sin embargo, y decírtelo es una forma de expiación. Pensarás mal de mí cuando lo sepas, ya lo sé; pero si no te lo dijera sería peor: yo pensaría mal de mí. No tengo a quién culpar de mi culpa. Los antiguos usaban al destino para explicar sus malas acciones (las buenas nunca han necesitado explicación). Hoy está de moda responsabilizar a los genes. No sé si exista el destino. Los genes seguramente existen. Pero ambos son inocentes, en tanto que nosotros somos culpables incluso de nuestras buenas obras. Por eso no puedo explicar aquello que hice, y menos aún lo puedo justificar. Antes que todo debes saber que me casé enamorado. En aquel tiempo se usaba casarse, y se usaba también enamorarse. Amaba intensamente a la mujer -a la niña- con la que me casé. Era un ángel, si me permites esa comparación tan poco original. No sabía nada de la vida. ¡Lástima que tan pronto haya sabido de la muerte! Al empezar nuestra noche de bodas le pregunté si sabía lo que le iba a hacer. Fíjate bien: no lo que íbamos a hacer, sino lo que yo le iba a hacer. Me respondió que no lo sabía. Claro, te estoy hablando de hace más de 50 años. Ahora eso sería inconcebible. Fui un caballero. Estaba enfebrecido de deseo, pero me contuve. Antes de todo le expliqué todo, y después todo lo hice con delicadeza. Ella respondió sin remilgos a mis caricias, aun a las más audaces. Nuestra desnudez y mis expansiones no la sobresaltaron; todo fue tan natural como la naturaleza. Pero no es eso lo que te quería contar. Lo que quería contarte sucedió al día siguiente. Nos levantamos tarde, por supuesto. Salí de la habitación antes que ella, para que se arreglara aquella primera mañana sin el estorbo de mi presencia. Y sucedió que al ir hacia el elevador pasé por una habitación cuya puerta estaba abierta. Vi a la empleadita del hotel, la encargada de arreglar los cuartos. Era una morenita preciosa, pequeña, de buen cuerpo y lindo rostro. Me vio y me sonrió. Andaba yo por los 20 años, y esa sonrisa, que me pareció invitadora, me encendió repentinamente. De seguro ella sintió lo mismo: no era yo un adefesio. Aquello fue como dos llamas que se hubieran encendido al mismo tiempo. Le pregunté: «¿Puedo entrar?». Sin esperar respuesta entré y cerré la puerta tras de mí. No opuso resistencia cuando la abracé y la tumbé sobre la cama. «Nomás que sea aprisita -me dijo respirando con agitación-, porque no tarda en venir la supervisora». Ni siquiera la desvestí. Le alcé la falda y le bajé el calzoncito. La posesión fue rápida. Así son las posesiones animales, y los dos lo fuimos, gozosamente, apasionadamente. Al terminar le dije: «Gracias». Me respondió: «¿De qué?». Saqué mi cartera. Me detuvo: «No». Los siguientes días la encontraba al ir con mi esposa, y fingía no verme. El último día iba yo solo. Al cruzarnos me sonrió y me dijo en voz bajita: «Acuérdese de mí». No supe qué contestar. Recuerdo todo esto con un sentimiento de culpa. No en relación con mi esposa, por más que le fui infiel al día siguiente de nuestro matrimonio. Mi remordimiento es con la muchachita. Ni siquiera le pregunté su nombre. Debí haberle hecho un regalo; algo para mostrarle mi agradecimiento por la manera tan bonita en que se me entregó. No lo hice, y ahora, cuando la recuerdo, pienso que no tengo derecho a recordarla. Un año después de lo que te he contado murió mi esposa al dar a luz. Pensarás que me arrepiento por haberla engañado como lo hice, en plena luna de miel. Y sin embargo no estoy arrepentido por ella, sino por la muchacha. ¿Puedes creerlo? No pienses mal, Armando, de tu tío Felipe. FIN.
MIRADOR
Jean Cusset, ateo con excepción de la vez que escuchó a Marian Anderson cantar «Deep river», dio un nuevo sorbo a su martini y continuó:
-Hay quienes creen ser hombres de Dios porque cumplen los ritos de una iglesia y tienen amistad con sus pastores. Eso los hace ser soberbios: miran a los demás como irredentos pecadores.
Siguió diciendo:
-Pienso que todos estamos cerca de Dios, aun los que estamos lejos. Todos somos sus hijos -toda la creación lo es-, y esa común filiación nos debería hacer humildes. No hay peor soberbia, ni más molesta e irritante, que la soberbia religiosa, la de aquellos que dicen: «Dios me dijo»; «Dios me habló». A mí también Dios me habla, pero lo hace por medio del bosque, del mar, de la montaña, de todas sus criaturas. Y digo humildemente: «Gracias». Ésa es mi oración.
Así habló Jean Cusset. Y dio el último sorbo a su martini, con dos aceitunas, como siempre.
¡Hasta mañana!…