De política y cosas peores

Armando Fuentes

11/04/17

Soy un bendito de Dios, lo he dicho muchas veces. De rodillas debería estar siempre dándole gracias a ese buen Señor por todos los dones con que me ha revestido, uno de ellos, entre los más grandes, esta buena salud que me permite andar por todas partes, ya perorando, ya simplemente paseándome, como antes se decía. De mis viajes saco siempre provechosas enseñanzas. Los cinco sentidos se me llenan con las cosas de México. De esas cosas unas son para verse, para escucharse otras, para catarse aquéllas, para palparse algunas más. Y todavía hay muchas que pertenecen a ese olvidado sentido lopezvelardeano: el olfato. Otro regalo obtengo de mi caminar: puedo asomarme al ingenio mexicano, presente en todas las comarcas de este país hermoso que habitamos. Por poner un ejemplo, los tonaltecos, habitantes de Tonalá, en Chiapas, son hombres y mujeres de buenas ocurrencias. Hablar con uno -o con una- es igual que abrir una caja de hipérboles, desmesurados símiles y peregrinas fantasías. En mi último periplo chiapaneco -«periplo» es palabra pedantesca, pero sonora, y eso la salva- escuché una veraz historia que no resisto la tentación de narrar hoy. Hubo una boda en Tonalá. De esto hace varios años, quizá muchos. Me explicaron quienes compartieron conmigo ese relato que el banquete de bodas, y el consecuente baile, que se llama «la vuelta», no se llevaban a cabo sino hasta que el novio había comprobado fehacientemente la doncellez de la desposada. Una vez hecha tal comprobación el novio avisaba a su padre, a cuyo cargo corrían los gastos de la fiesta, que el convite y el baile podían celebrarse. Entonces salía el genitor y anunciaba: «Señoras y señores: ¡hay vuelta!». Todos aplaudían jubilosos, tanto porque eso significaba que la muchacha se había conservado virgen como porque iban a disfrutar del baile y la comida. Pues bien: en aquella boda que digo los asistentes aguardaban ansiosos tal anuncio. Apareció el padre del recién casado, subió a una silla y dijo cariacontecido: «De parte mía comunico a la envitación que no habrá vuelta, porque la novia pagó mal, y me remito a las órdenes de m hijo, que fue el que me dio la precisión». Con asombro y enojo al mismo tiempo el padre de la novia fue hacia su hija, la tomó del brazo y la condujo a una habitación a fin de hablar con ella. Regresó al punto, subió a otra silla y proclamó: «De parte mía comunico a la envitación que sí debe haber vuelta. La novia no pagó mal; así me lo ha jurado, y yo le creo, porque es m hija y nunca la enseñamos a decir mentira. Me remito a las órdenes del doctor Fulano, aquí presente, para que haga el examen que convenga a fin de que aparezca la verdad». Puesto en la precisión de intervenir, pues así se lo demandaban no solamente los padres de los recién casados, sino la concurrencia toda, el médico fue a donde estaba la muchacha. «Dime la verdad, hija -le pidió-, pues si no me la dices me va a dar mucha pena tener que examinarte. ¿Eres señorita o no?». «Señorita soy -dijo ella terminante- y requeteseñorita, y examine usté sin vergüenza lo que deba examinar». Hizo el correspondiente examen el galeno. En efecto: la muchacha decía la verdad. Su doncellez estaba intacta. «Entonces -preguntó el facultativo- ¿el que no te cumplió fue el novio?». «Sí cumplió -dijo ella-. Pero andaba muy tomado y…». Se inclinó sobre el médico y le dijo unas palabras al oído. Tras escuchar esa reservada declaración salió el doctor del aposento, subió a la silla y dijo a los expectantes asistentes: «Señoras y señores. De mi parte comunico a la envitación que sí habrá vuelta. La novia pagó bien. Lo sucede es que el novio llegó beodo al compromiso y envainó mal». FIN.

MIRADOR

Ya vienen los días santos.
Para mí todos los días son santos, pues todos tienen santidad de vida. Pero a esa cotidiana santificación añado la católica, que hace de esta semana una Semana Santa.
Extraño el luto de antes, tan luctuoso: la visita del Pésame a la Virgen; el recorrido de las Siete Casas; aquel ronco estridor de las matracas que suplían el silenciado canto de las campanas vocingleras…
En casa de mis abuelos y mis tías los espejos eran cubiertos con lienzos morados; se tapaban las macetas coloridas, y las canoras jaulas eran llevadas a la caballeriza para que no se oyera la voz regocijada de los pájaros.
Ahora mi tristeza es módica, como mediocre es mi alegría. No sé vivir los duelos de la Cuaresma ni disfruto el desenfreno del Carnaval. Morigerado en la virtud y en el pecado, voy con mi limbo a cuestas a arrepentirme de no ser bueno ni ser malo.
¡Hasta mañana!…

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