Armando Fuentes
10/04/17
Don Valetu di Nario cumplía 80 años el siguiente día. Esa noche, antes de acostarse, se puso frente al espejo y reflexionó en tono filosófico: «Estos ojos que tanto han visto; estas manos que tanto han trabajado; estos pies que tanto han caminado, cumplirán mañana 80 años…». En seguida se dirigió a su entrepierna y le dijo con rencoroso acento: «¡Y tú, desgraciada, también estarías cumpliendo mañana los 80 si no te hubieras muerto hace 20 años!». Frente a un compadre suyo aquel hombre reprendía severamente a su hijo, que había sacado malas calificaciones en la escuela. «Compadre -dijo el otro-. Usted es un burro; mi comadre es una mula; y ¿quiere usted tener un cuarto de milla?»… Dulciflor, muchacha ingenua, le informó a su novio que se hallaba en estado de buena esperanza, o sea embarazada, a resultas de lo que habían hecho hacía unas semanas. «Caramba, Dulciflor -se mortificó el galancete-. Te pedí una prueba de amor, no de fertilidad»… Todos recordamos aquella vieja cantilena: «La izquierda, unida, jamás será vencida». Me pregunto si alguna vez la izquierda mexicana ha estado unida. Quizá eso sucedió en tiempos de Lázaro Cárdenas, aunque lo dudo mucho, pues quien lo sucedió en la Presidencia declaró ser creyente, con lo cual llevó el péndulo político hasta el otro lado, y así calmó las iras y temores que en el sector conservador, y muy especialmente en la Iglesia Católica, habían suscitado las radicales reformas de don Lázaro. Ahora el PRD, que supuestamente es la moderna representación de las ideas de izquierda, se está desvaneciendo, oscurecido por el brillo de alguien que al parecer de algunos es un hombre de izquierda, pero que en cuestiones de importancia capital se ha mostrado más de derecha que el más extremado derechista. Me refiero, claro, a López Obrador. Quizá esa actitud suya obedece a un frío cálculo político: no quiere malquistarse con la Iglesia, que no renuncia a su pretensión de imponer a la sociedad civil sus conceptos morales. En todo caso cualquier observador dirá que la izquierda mexicana, por desunida, ya está más que vencida: está desaparecida. Don Poseidón, granjero acomodado, tenía un hijo adolescente llamado Nemoroso. Juzgó el viejo que su retoño había llegado ya a la edad en que deben saberse ciertas cosas. Había oído hablar de una señora especializada, a la manera de la legendaria madama americana Polly Adler, autora del delicioso libro «Una casa no es un hogar», en iniciar en los misterios del sexo a jovencitos que por primera vez ejercitaban su varonía. Doña Tutoria -tal era el nombre de la señora que le recomendaron a don Poseidón- disfrazaba su actividad fingiendo ser manicurista, y en la parte posterior de su establecimiento impartía a los muchachos sus sabias enseñanzas. Llevó pues el rústico señor a su hijo, y lo dejó en manos de aquella sabia mujer. Cumplió bien su función la preceptora, y dio al asustado Nemoroso su primera lección en el amor sensual. Como don Poseidón no llegaba a recoger a su estrenado púber, le dijo doña Tutoria al mozallón: «Mientras llega tu padre voy a darte manicura sin costo extra». Procedió pues la señora a arreglar las rudas manos del mancebo, y luego lo puso en las de su papá cuando llegó por él. Transcurrió cierto tiempo, y un día doña Tutoria se topó con el chico en la calle. Le dijo al saludarlo: «¿Te acuerdas de mí?». «¡Cómo no me voy a acordar!» -exclamó Nemoroso. Halagada, la señora volvió a preguntar: «¿De veras me recuerdas?». «Claro que sí -respondió Nemoroso con acento de infinito rencor-. ¡Usted es la vieja que me pegó unos insectos de esos que pican en las ingles, y luego me cortó las uñas para que no pudiera rascarme!». FIN.
MIRADOR
Jean Cusset, ateo con excepción de la vez que oyó el Gloria de Vivaldi, dio un nuevo sorbo a su martini -con dos aceitunas, como siempre – y continuó.
-Se dice que el soneto más bello que se ha escrito es el que posiblemente escribió fray Miguel de Guevara en el siglo diecisiete, aquel que empieza: «No me mueve, mi Dios, para quererte…». Poema del perfecto amor a Cristo es ése, pues en él se le ama por Él mismo, por la piedad que inspira su crucifixión, y no por la esperanza de ganar el cielo o por el miedo que el infierno inspira.
Siguió diciendo Jean Cusset:
-En mis lecturas orientales encontré un poema muy parecido. Lo escribió una mujer arábiga de nombre Rabbia, que era esclava. Poema místico es también ése, y dice así: «Señor mío: si te sirvo por miedo al infierno, arrójame en él; si lo hago por la esperanza en el paraíso, exclúyeme de él. Pero si te amo por ti mismo, entonces no me prives de tu eterna belleza».
-Este poema se compuso el año 800 -dijo Jean Cusset-. Está dedicado a Alá. Con la misma belleza otros pueden alabar a Dios, aunque su Dios no sea el nuestro.
Así dijo Jean Cusset. Y dio el último sorbo a su martini, con dos aceitunas, como siempre.
¡Hasta mañana!…