Armando Fuentes
7/04/17
La mamá de Susiflor tenía un gran sentido práctico. Le aconsejó a su hija soltera: «Si vas a hacer el sexo ten cuidado. Toma medidas». Se refería a las que sirven para prevenir un embarazo no deseado. Semanas después la muchacha le informó a su madre que estaba teniendo sexo. Le preguntó la señora: «Y ¿qué medidas has tomado?». Respondió Susiflor consultando una libreta: «5 pulgadas. 6 pulgadas. 8 pulgadas.». (No le entendí). Mis amigos se quejan de que cuando platicamos no los dejo platicar. Dicen que tengo muy desarrollado el instinto de conversación. Otro instinto poseo también, muy acentuado: el de la conservación. Por eso y por mil razones más no suelo asistir a los mítines políticos. Tan agitados son, tan tumultuosos, que en esas apreturas puede uno perder la existencia o el honor. No me atrae la perspectiva de morir aplastado por los ubérrimos tetámenes o los profusos nalgatorios de las lideresas de colonias populares, y menos aún quiero dejar entre la multitud la doncellez que tan celosamente he conservado a lo largo de los años, y lo peor de todo sin saber quién fue el canalla que valido de la aglomeración me la quitó. No obstante lo anterior acudí antier -y vean que no digo mea culpa- a un acto priista en Saltillo. Sucede que desde los años de la juventud tengo amistad con el ingeniero Luis Horacio Salinas Aguilera, uno de los mejores alcaldes que ha tenido mi ciudad. Recuerdo aún el intenso programa de construcción de vivienda popular que emprendió, y que puso a cargo de Alfonso Gómez Lara, otro inolvidable amigo. Recuerdo también el empeño que puso en revivir los lauros de «La Atenas de México» -ese título ha llevado Saltillo-, encomendando la actividad cultural del municipio a un talentoso saltillense: Onésimo Flores Rodríguez. El hecho de que Luis Horacio sea priista de corazón y yo incurable escéptico en materia de política no ha empedecido esa amistad. (¡Qué palabreja ésa, «empedecido»! Suena mal, pero es de buen linaje: proviene de «empecer», vocablo que significa impedir, dañar o estorbar). En aquel tiempo yo tenía un chorro de voz, y no cantaba mal las rancheras ni los románticos boleros de la época. Así, después de dos tequilas -o tres o cuatro o cinco- en el Salón Primavera, benemérita cantina, iba con Luis Horacio a llevarle serenata a su novia, una bellísima muchacha de nombre Lupitina que luego sería su esposa. Pasó el tiempo -es lo mejor que el infame sabe hacer- y ahora Manolo Jiménez Salinas, nieto de Lupitina y Luis Horacio, es candidato a ocupar el mismo puesto que su abuelo, mi amigo, desempeñó con brillo hace más de cuatro décadas. En honor a esa amistad asistí al acto en el cual presentó su programa de gobierno. Fue como escuchar primero «As time goes by» y luego «Volver a empezar». Manolo, pese a su juventud, tiene abundante experiencia política. Es carismático, y sabe ganarse a la gente. Me gustó su plan de trabajo, realista y bien diseñado. No hizo promesas demagógicas ni ofrecimientos populistas: trazó objetivos viables y dijo cómo va a lograrlos. Que sea todo sea por el bien de Saltillo, común amor de quienes vivimos en esta amorosísima ciudad. Tres amigos hablaban de sexo y, claro, cayeron en la masculina costumbre de la jactancia. Dijo uno: «Cuando tengo sexo con mi esposa la hago que grite». Manifestó el segundo: «Yo hago que mi mujer grite y diga malas palabras». Declaró el tercero: «Yo hago que mi señora grite, diga malas palabras y se desmaye». Le preguntaron los otros, admirados: «¿Cómo le haces?». Respondió el sujeto: «A la mitad del acto la llamo por teléfono y le digo con quién lo estoy haciendo». FIN.
MIRADOR.
Por Armando FUENTES AGUIRRE.
Los días huelen ya a Semana Santa.
Ya nadie llama así a esa semana. Sucede con ella lo que Chava Flores Guerrero decía que pasaba con el puerto de San Blas: en tiempos vacacionales se llamaba solamente Blas.
Antes había santidad en los días santos. A veces, claro, esa santidad no se entendía bien. A los 14 años tenía yo un programa de música clásica en la emisora saltillense XEDE, de don Alberto Jaubert, generosísimo señor que me permitió trabajar en su estación a esa edad. El jueves y viernes de la Semana Santa todos salían de vacaciones, menos yo. Esos días se debía trasmitir exclusivamente música clásica, y tal era mi especialidad. Un viernes santo, a las 3 de la tarde en punto, puse el poco luctuoso y nada religioso Can Can de «Orfeo en los infiernos», de Offenbach. Música clásica es música clásica.
Desde luego ahora pienso que todos los días son santos. Cada uno de ellos es don divino que se ha de agradecer. También nosotros hemos de santificarlos con el trabajo y haciendo algo de bien para corresponder al que cada nuevo día recibimos.
¡Hasta mañana!…