Armando Fuentes
26/03/2017
Don Acisclo, hacendado dineroso, cifraba su mayor orgullo en un semental porcino que tenía al que puso por nombre El Vencedor, pues siempre ganaba el primer premio en las ferias comarcanas. Todos los hacendados convecinos se lo envidiaban, porque el cerdo de don Acisclo era alto y robusto, abundante lo mismo en músculo que en grasa, y además bien portado, fácil de trato y de muy buenos modales, en tanto que los marranos lugareños se veían más flacos que una buena intención -«No dan manteca ni pa freír un huevo», decían sus propietarios-, y además eran díscolos y malhumorados, poco aptos para alternar en sociedad. Sucedió que un día don Acisclo hubo de ir a la ciudad a fin de asistir a la junta anual de la Asociación de Criadores de Cochinos, S. C. L., de la cual era portaestandarte. Antes de tomar el tren el hacendado le dijo a su caporal, un rudo jayán a quien todos llamaban el Juanón por su elevada estatura y corpulencia, mayores aún que las de El Vencedor: «Te encargo mucho al marrano. Tú sabes que don Enedelio, el granjero vecino, lo quiere para que cubra a sus hembras, y de seguro intentará sacarlo de la porqueriza para llevárselo a su rancho. Vigila día y noche; no te separes del cerdo ni una vara, y ten a la mano tu escopeta por si el viejo cabrón intenta secuestrarlo». Fiel a la orden de su amo esa noche el Juanón se proveyó de un grueso jorongo y de una botella de mezcal para protegerse del frío nocturno, y se sentó exactamente a 70 centímetros de distancia del marrano, pues su patrón le había dicho que no se separara ni una vara de él, y en esa región la vara mide 71 centímetros. Todo estaba tranquilo. No se oía ladrar de perro ni aullido de coyote. En su pocilga El Vencedor dormía el sosegado sueño de quien no debe nada a nadie. Ya se estaba durmiendo también el caporal cuando de pronto lo sacaron de la duermevela ciertos ruidos que provenían de la cercana casa de su amo. Más que ruidos eran gemidos, ayes, quejos y gritos de mujer. El Juanón recordó que la esposa de su patrón estaba sola, y pensó que un bandolero de los que abundaban en los alrededores había entrado en la casa para atacacarla. Tomó su escopeta, pues, y se precipitó hacia la casa, pero antes le dijo al Vencedor: «No te muevas de aquí, marrano. Orita vengo. Don Acisclo me encargó que te cuidara mucho; que no me separara de ti ni una vara. Pero oigo ruidos extraños en la casa, y temo que la esposa del amo esté sufriendo el ataque de algún bandido o salteador. Me perdonas un momentito; voy a ver qué pasa. Te ruego encarecidamente que permanezcas en la porqueriza, pues soy responsable de tu persona, y no le puedo salir al señor con malas cuentas. Una vez me ordenó que le cuidara una perrita chihuahueña que tenía, y en un parpadeo que di se le subió un desgraciado perro San Bernardo. Ya te imaginarás cómo dejó a la pobrecita. Me puso el amo una cintareada que todavía me acuerdo. Ahí te encargo entonces». Dichas esas palabras, pocas y precisas por la urgencia que tenía de acudir con presteza a ver por su señora, el Juanón corrió a la casa. Entró y se dirigió a la alcoba, pues de ahí provenían los ya citados gemidos, ayes, quejos y gritos de mujer. Abrió la puerta con violencia a fin de sorprender al salteador. Ningún salteador había ahí. El que estaba con la esposa de don Acisclo era don Enedelio, el granjero vecino, refocilándose cumplidamente con ella. Al ver al caporal con su escopeta don Enedelio se espantó. Quedó tranquilo, sin embargo, cuando el Juanón le dijo: «Perdone la interrupción, señor. Prosiga usted, le ruego. Pero no se le ocurra acercarse al marrano ¿eh?». FIN.