Armando Fuentes
23/03/07
Una mujer llamada Planicia era tábula rasa en la región torácica. Quiero decir que carecía de tetamen. Eso era motivo de frustración para su esposo Salacino, quien en sus fantasías eróticas se veía disfrutando con manos y boca de un cálido y ebúrneo busto. Cierto día el tipo halló una lámpara y la frotó. Se le apareció un genio que le dijo que le cumpliría dos deseos. Opuso Salacino: «Conforme a la tradición deben ser tres». «Eso era antes -respondió el genio-. Con la crisis se han reducido a dos». «Está bien -cedió el hombre-. Mi primer deseo es que mi esposa tenga bubis grandes». Al punto le creció a Planicia el busto en forma tal que habrían envidiado Dolly Parton y Jayne Mansfield. «¡Qué has hecho, insensato! -le gritó ella a su esposo-. ¡Con estos desmesurados hemisferios no podré alcanzar mi iPad!». «Tienes razón» -admitió Salacino. Y volviéndose al genio le dijo: «Mi segundo deseo es que le alargues a mi mujer los brazos». Avaricio Cenaoscuras, el usurero mayor de la comarca, tenía tres hijos y una hija. Cierto día el mayor le anunció, contrito, que había embarazado a una muchacha. El padre de la chica exigía una indemnización. Mal de su grado don Avaricio tuvo que pagar la suma que demandaba el airado genitor. Pasó un par de semanas, y el segundo hijo salió con la misma novedad. De nueva cuenta el cutre hubo de cubrir el monto de la reparación en efectivo que pedían los padres de la embarazada. No transcurrió mucho tiempo sin que el tercer hijo siguiera el ejemplo de sus hermanos. Otra vez había que pagar. Don Avaricio se daba a todos los diablos por las rijosidades de sus hijos, que en modo tan sensible disminuían el capital paterno. Sucedió que un día la hija del usurero le confesó, llorosa, que estaba ligeramente embarazada. La muchacha había temido que su desliz causara las iras de su padre. Lejos de eso don Avaricio se alegró sobremanera al escuchar la noticia. «¡Fantástico! -exclamó lleno de alegría-. ¡Ahora nosotros cobramos!». El burdo latrocinio llevado a cabo por Mauricio Ortega causa gran daño a nuestro país en un momento crucial de su relación con Estados Unidos. En efecto, el robo que el insensato hizo del jersey que Tom Brady vistió en el Super Bowl viene a fortalecer a Trump, pues parece corroborar sus aserciones en contra de México y los mexicanos. Y no diga el tal Ortega que cometió un error. En los errores no actúa la voluntad, y la suya fue apoderarse de un bien ajeno, ya por pasión insana de coleccionista, ya por torpe ambición de obtener lucro algún día con la venta del bien que se robó. Todo indica que el culpable de esta falta que lo deshonra y que lesiona a México no recibirá ninguna pena judicial por el delito en que incurrió. Sufrirá sin embargo un castigo aún más grave: toda su vida, hasta la muerte, cargará con el calificativo de ladrón. Ciertamente merecería más bien el de ratero, grado ínfimo en la escala de los que se dedican a robar. Otros bribones de peor calaña que él hay en el país, eso es verdad. Pero una cosa no justifica la otra. Lo que irrita en todos los casos es que los sinvergüenzas salen siempre limpios de polvo y paja. Esa corrupción y esa impunidad hacen que la nación esté postrada, abren la puerta a la desesperación y nos ponen en un camino peligroso que cada día se ve más claro y a la vez se mira más oscuro. Esta sibilina frase tuya, columnista, puso inquietud en la República. Devuélvele el sosiego con un chascarrillo final. Un hombre fue a confesarse con el padre Arsilio. Le dijo: «Acúsome, padre, de que soy casado». Le indicó el buen sacerdote: «Ser casado no es pecado, hijo». Replicó el otro: «¿Entonces por qué estoy tan arrepentido?». FIN.
MIRADOR
Cada palabra dicha por tus labios se vuelve mágica porque la dices tú.
Puede ser la palabra «pan» o puede ser la palabra «televisión». Esas palabras, guijarros cotidianos, dichas por ti son gemas.
Si dices «tierra» la tierra se hace cielo.
Si dices «sombra» la sombra se hace luz.
Si dices «casa» la casa se convierte en paraíso.
En el silencio que con la noche viene procuro recordar las palabras que en el día dijiste. «Puerta». «Calle». «Mañana». «Prisa». «Qué». Entonces las voces de todos los días suenan a eterna música, y brillan en la oscuridad igual que estrellas.
Dime palabras, mujer.
Dame palabras.
Di por ejemplo «amor». Di «vida». «Di «sueño». O junta esas tres palabras y di «Dios».
Y cuando quieras hacer la caridad di la palabra de mi nombre y créame.
¡Hasta mañana!…