Armando Fuentes
21/03/17
Este amigo mío es escritor. Vive de las palabras en la misma forma que otros hombres viven de las mujeres. Las acaricia a veces, y otras las insulta y maltrata cuando se le rebelan. Como es escritor me dice cosas que no entiendo. Por ejemplo, que no es dueño de lo que escribe; que con frecuencia empieza a escribir con una idea y acaba con otra que ni siquiera imaginó al principio. Yo le recuerdo que Cervantes iba a escribir un cuento corto acerca de un hidalgo de La Mancha y terminó haciendo una novela que todavía no concluye. Mi amigo me muestra un texto suyo y me pide mi opinión sobre él. Trata de una anciana que murió, pero que no ha muerto del todo. Me sorprende que mi amigo busque mi aprobación. Él se justifica: los escritores son personas inseguras. «Al menos yo lo soy -precisa-. Ni siquiera estoy seguro de ser yo quien está escribiendo esto». Me muestra el texto que ha traído. No sabe si el asunto que trata es anticuado o si hay en él algo de la modernidad que sus colegas buscan tan afanosamente. Su personaje principal, la anciana muerta, tiene hijas e hijos que la lloran. Sus nietos no la lloran porque todavía no aprenden a llorar. «¿Qué te parece esta última frase?» -me pregunta ansioso. Le digo que me parece bien, y continúa. Algunos lloran a la anciana por un remordimiento; otros porque nunca la veían y ahora ya no la volverán a ver. «¿Qué te parece esto otro, eh? ¿Qué te parece?». El caso es que las hijas y los hijos lloran juntos la muerte de la madre. Uno recuerda esto y llora. Otra recuerda aquello y llora también. Sólo una hija, la menor de todas, no llora con los demás. Ella llora cuando está sola. «¿Lo ves? -dice mi amigo, inquieto-. Yo no tenía previsto que una de las hijas llorara en soledad, y ahora ésta me desobedece y actúa por su cuenta. ¿Qué hago?». Le recomiendo: «Deja que ella te diga lo que sucedió». Sucedió que esa noche la hija no podía dormir, y se levantó para ir a la cocina a hacerse un té. Entonces vio a su mamá en la mecedora. Mi amigo el escritor interrumpe a su personaje y me pregunta: «¿No te parece anticuado eso de la mecedora?». «Supongo que no -respondo mientras la hija me mira, curiosa por saber qué voy a contestar-. Todavía hay mecedoras, y mamás que mueren, e hijas que no pueden dormir porque la lloran, y van a la cocina a prepararse un té». Mis palabras tranquilizan a la hija, y sigue su relato. Extrañamente la madre muerta parece haber caminado largo tiempo bajo una lluvia intensa. Sus ropas chorrean agua; se ha formado a sus pies un charco que le moja los zapatos. Le dice a la hija: «Tú y tus hermanos me siguen llorando, por eso no puedo acabar de morirme. Esta agua es la de sus lágrimas. Debo seguir aquí porque no puedo presentarme ante el Señor así, mojada. Ya no me lloren. Sigan viviendo su vida, pues la vida sigue. Recuérdenme con amor, pero ya dejen que me vaya. Y quédense sin culpas: unas las he olvidado ya; las otras ya las perdoné». Otra vez mi amigo el escritor interrumpe a su personaje para preguntarme: «Eso del recuerdo y del perdón ¿no te parece muy convencional?». Le digo que no. Los vivos siempre recordamos y los muertos siempre perdonan, sobre todo las madres. Me dice mi amigo: «Eso que acabas de decir sí que es convencional». Le respondo: «Quizá lo sea, pero es cierto. Además yo no soy escritor». Me vuelvo hacia la hija: «Siga usted su relato». Responde ella: «Lo he terminado ya». Mi amigo el escritor me dice con enojo: «¿Lo ves? Esta mujer se apoderó de mi relato y lo termina cuando le da la gana. ¿Qué hago?». Le sugiero: «Termina tú también». Él hace un gesto de resignación y pone al pie del texto la palabra FIN.
MIRADOR
John Dee estuvo un año en la cárcel por no haberse quitado la gorra al paso del rey. Alegó ante los jueces:
-Tampoco él se quita la corona cuando paso yo.
Lo consideraron loco y lo enviaron a prisión. Fue ahí donde escribió su obra «De hominis dignitate», en la cual sostuvo la igualdad natural de todos los hombres por encima de su condición social. Esa tesis molestó al soberano, quien por medio de sus sabios postuló que la igualdad del soberano es superior a la igualdad de sus vasallos. «Cualquiera sabe -dijo- que una corona es más que una gorra». «Que una sí -replicó el filósofo-, pero no que todas juntas».
Sucedió que tiempo después hubo una revuelta de campesinos y el rey se vio obligado a huir para salvar la vida. Su fuga fue tan apresurada que no tuvo tiempo de recoger la corona que se le cayó en la carrera y quedó tirada en uno de los salones del palacio. El pueblo la encontró y la hizo trizas.
Decía John Dee:
-Y yo todavía tengo mi gorra.
¡Hasta mañana!…