Armando Fuentes
16/03/17
En este momento son las 4 de la mañana. Me fui a la cama a las 12 de la noche, y dentro de media hora debo salir al aeropuerto para tomar un vuelo piyamero. Y aquí me tienen, escribiendo lo que quizá nadie leerá. Estoy desvelado y desmañanado al mismo tiempo. Siento palpitaciones en el corazón; me laten las sienes y experimento espasmos convulsivos a lo largo del nervio cefalocalcáneo. En tales condiciones, pregunto, ¿no tengo derecho a estar encabronado? Nadie me pida, pues, que oriente hoy a la República. Tampoco me soliciten mi opinión acerca de quienes aspiran a la presidencia. Estoy encalabrinado, ya lo dije. Ante el anuncio un nuevo cambio educativo (el número 585 en los últimos 10 años) hablaré entonces del fracaso en la enseñanza de nuestra lengua. No sabemos leer, y menos aún escribir. Todos, hasta los niños de pecho, saben manejar los modernos artilugios de la comunicación cibernética, pero pocos saben qué es una conjunción, o -¡ay!- una interjección. Menos aún se nos ha enseñado el amor a las palabras. Por eso con 140 tenemos más que suficientes. No sentimos respeto por la palabra, que es una de las más esenciales manifestaciones de la naturaleza humana. Y como no respetamos esa manifestación de nuestro ser de hombres desvirtuamos las palabras, las convertimos en instrumento de mentira o, peor aún, en velo para encubrir la verdad. Quienes más hablan en México, los políticos, son quienes menos dicen. A veces resulta más fácil desentrañar el Poema de Parménides o «El ser y el tiempo» de Heidegger que entender las declaraciones de nuestros hombres públicos. ¿Por qué no usamos el lenguaje para manifestar en forma sencilla y clara nuestro pensamiento? Encalabríname nuestra supereminente proclividad magnílocua a redargüir con mengua de la cogitación y la sindéresis. Rosibel se casó con Tommy Nosidé porque era un joven científico que prometía mucho. Había inventado un líquido para desaparecer objetos; seguramente eso lo haría millonario. La noche de las bodas Tommy se presentó al natural ante su mujercita. Rosibel le vio con atención la parte correspondiente a la entrepierna y exclamó luego afligida: «¡Tommy! ¿Te cayó ahí el líquido?». La bella chica subió al atestado autobús de pasajeros y ningún varón se puso en pie para ofrecerle el asiento. Don Calendárico, señor de edad madura, le dijo cortésmente: «Señorita: soy demasiada viejo ya para ir de pie, y también tengo demasiada edad como para que usted interprete mal mi ofrecimiento. Si lo desea puede sentarse en mi regazo». La muchacha, cansada y con los pies adoloridos, aceptó la invitación. Sucedió, sin embargo, que la agitación del autobús hizo que el apetecible cuerpo de la joven se moviera sobre el regazo del veterano. Y dijo don Calendárico, apenado: «Señorita: uno de nosotros dos deberá levantarse. Parece que no soy tan viejo como pensaba». Doña Tebaida Tridua visitó el Museo de Historia Natural en compañía de las señoras de la Cofradía de la Reverberación, asociación piadosa. El encargado le pidió que mirara a través del microscopio. Se asomó al ocular doña Tebaida y preguntó luego, suspicaz: «¿Qué es eso?». Respondió el del museo: «Son células que se están reproduciendo». «¡Cómo! -se indignó doña Tebaida-. ¿En mi presencia?». Babalucas llegó a su casa cuando no se le esperaba y encontró a su esposa en la recámara presa de inexplicable agitación. Preguntó el badulaque arriscando la nariz: «¿Estuvo por aquí mi compadre Libidiano? Me parece oler esa loción barata que usa». «Vino a buscarte -respondió llena de nerviosismo la señora-, pero como no estabas se fue». Exclamó, divertido, Babalucas: «¡Pos ah qué mi compadre tan indejo! Mira: ¡dejó olvidados los pies abajo de la cama!». FIN.
MIRADOR
¡Qué sabios eran nuestros antepasados indios!
Otros pueblos del mundo usaban monedas de oro y plata.
Nuestros ancestros aborígenes empleaban como dinero granos de cacao.
Eso los obligaba a gastar pronto el que tenían: si lo guardaban mucho tiempo los granos se arruinaban y perdían su valor como moneda.
Usaban el dinero, entonces, en vez de atesorarlo avariciosamente.
Así ni el dinero se les echaba a perder ni ellos se echaban a perder con el dinero.
En verdad, qué sabios eran nuestros antepasados indos.
Qué sabios.
El dinero es un magnífico criado, pero un pésimo amo.
Si no lo empleamos para hacer el bien nos hará mucho mal.
El que sólo vive para ganar dinero se perderá él mismo.
Aprendamos la lección que nos dejaron nuestros abuelos indígenas: usemos el dinero; no dejemos que él nos use.
¡Hasta mañana!…