De política y cosas peores

Armando Fuentes

11/03/17

Rosibel tenía un amigo con derecho a todo que solía visitarla los fines de semana en su departamento. Uno de aquellos viernes sonó el teléfono de la muchacha. Era su amigo. Le dijo que esa noche no podría acudir a la acostumbrada cita: le había salido un compromiso de última hora. Rosibel, pues, se fue a dormir. Como padecía de insomnio puso en práctica un método que había ideado para conciliar el sueño, método basado en la autosugestión. Empezó a decir con voz hipnótica: «Duérmanse, pies. Duérmanse, piernas. Duérmanse, muslos. Duérmete, cadera.». En esa parte iba cuando otra vez sonó el teléfono: su amigo, feliz, le avisaba que su compromiso se había cancelado. En 10 minutos llegaría al departamento. Al punto Rosibel les dijo a las citadas partes: «¡Despierten rápido! ¡Despierten!». Don Alfajemo, el peluquero del barrio, declaró en la cantina: «Si yo tuviera el mismo dinero que tiene Slim sería más rico que él». «Estás equivocado -objetó uno de sus amigos-. Si tuvieras el mismo dinero que tiene Slim serías igual de rico que él». «Sería más rico -insistió don Alfajemo-. A sus millones hay que añadir lo que gano en la peluquería». La joven esposa le comentó a su vecina: «Mi marido y yo sólo hacemos el amor cuando los niños están dormidos». «Es buena precaución» -opinó la otra. «Sí -confirmó la muchacha-. El domingo pasado los mandamos a la cama a las 11 de la mañana, a las 3 de la tarde y a las 8 de la noche». Don Chinguetas tenía un perro. Siempre original, le puso un nombre poco usado: Fido. El gozque era muy inteligente, quizá más que su amo. Éste le daba un billete de 10 pesos y el perro iba y le compraba el periódico. Un día don Chinguetas no tuvo cambio y le dio un billete de 100. Esa vez el can tardó en regresar, tanto que su dueño tuvo que salir a buscarlo. Bien pronto dio con él: estaba en una esquina refocilándose con una perra callejera. «¡Un rayo te parta el alma! -profirió don Chinguetas, que de joven había leído a Salgari-. ¿Por qué en vez de llevarme mi periódico estás yogando así? ¿Cómo explicas tu irregular conducta?». Respondió Fido: «Nunca me habías dado más que los 10 pesos del periódico». La maestra Elba Esther Gordillo -eso de «maestra» muy entre comillas- no es santa, ni es de mi devoción. Representó en su tiempo algo de lo peor del mal sindicalismo a la mexicana. Su soberbia y excesiva ambición la hicieron caer de la gracia del poderoso en turno, y un rudo golpe presidencialista la llevó a la cárcel. En un estado de Derecho eso no habría sucedido: su prisión carecía -y sigue careciendo- de fundamento legal; obedece a deleznables motivos de política. El mismo sistema que la hizo la deshizo. Cuatro años ha estado presa, y se le ha negado sistemáticamente, sin consideración a su edad y sus quebrantos de salud, el beneficio de la prisión domiciliaria. Así de feroces suelen ser las venganzas oficiales. Recordemos el caso de «La Quina» y otros similares. Pienso que en relación con la señora Gordillo el Gobierno está incurriendo en rudeza innecesaria. Ella no puede hacer ya daño ninguno; está enferma y cansada. Se le debería permitir cumplir su sentencia en su casa. Lo que digo no tiene nada qué ver con la política ni con el Derecho; es cuestión de humanidad. Por encima de las consignas que los atan los jueces deberían oír la voz de la misericordia. Escuchemos las palabras que don Quijote dijo a Sancho antes de que fuera a gobernar la ínsula: «Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente; que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo». Y ya no digo más. ¿Qué puedo yo decir después de don Quijote?… FIN.

MIRADOR

Variación opus 33 sobre el tema de Don Juan.
Una sombra ronda por los aposentos de la casa solariega de Don Juan.
A veces la sombra va a la sala de armas y contempla las espadas que ahí se ven, entre ellas la que usaba el sevillano en sus duelos y pendencias. Luego sube a la torre de homenaje y desde ahí mira el oro del sol reflejado en las aguas del Guadalquivir. Después sale al jardín y ve, triste, los pétalos caídos de las rosas de otoño.
Ahora la sombra pasa por el corredor que da a la sala. Ahí está su hija, hermosa y cándida, sentada en un sofá. De rodillas ante ella un apuesto galán le dice con insinuante voz: «¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor, que en esta apartada orilla más pura la luna brilla y se respira mejor?».
Un estremecimiento sacude a Don Juan. Su hija será burlada por ese hombre.
Pero el antiguo seductor no puede hacer nada.
Ya está muerto.
¡Hasta mañana!…

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