De política y cosas peores

Armando Fuentes

8/03/17

«Rataplán, rataplán, la que quiera coger peces que se moje el cucusclán». Tal fue el estribillo picaresco que acompañándose con su mandolina cantó don Gerontino en la tertulia de la señorita Himenia. Ella se molestó bastante al oír eso. Le dijo al inconsulto cantador: «Vulgaridades en mi casa no, señor mío». Y añadió muy digna: «¡Uta!». Don Gerontino tiene más años que dos pericos juntos. Aun así conserva ciertas veleidades juveniles, como esa de tocar la mandolina y cantar coplas subidas de color. Ambas habilidades, y otras que no son para citarse aquí, las adquirió en sus años mozos, cuando fue miembro de la Tuna Calagurritana. Se azaró mucho el visitante, y atribuyó su exabrupto al hecho de haber bebido dos copas del rosolí que la anfitriona había escanciado a sus invitados. Faltaba a la verdad: si alguien lo hubiera seguido en sus frecuentes salidas al patio, a donde iba con el pretexto de fumarse un pitillo -así decía-, lo habría visto sacar de la bolsa trasera de su pantalón un ánfora de las llamadas «nalgueras», la cual solía llenar con cierto chínguere barato cuyo solo tufo habría bastado para embeodar a todo un batallón de infantería. Fue ese letal marrascapache lo que llevó al añoso señor a ponerse en evidencia cantando aquella plebea tonadilla. El réspice de la señorita Himenia lo puso en su lugar, y ya no desbarró. Sucedió, por desgracia, que la anfitriona bebió también más de lo conveniente y, ya olvidada del suceso de don Gerontino, le pidió que la acompañara en su mandolina a cantar una canción. Pensó el tañedor que la pieza sería de seguro alguna del maestro Esparza Oteo, o de la inspiración de la inmortal María Grever. Se equivocó de medio a medio. La tal canción era un cuplé perteneciente a la revista musical «Alegre trompetería», que María Conesa puso de moda en México. El subido color de la tonada que cantó don Gerontino -aquella del rataplán, el cucusclán, etcétera- empalideció al lado de la tremenda sicalipsis contenida en los versillos que con voz sugestiva, y contoneándose, interpretó la señorita Himenia. Decían así: «Tengo un jardín en mi casa / que es la mar de rebonito, / pero no hay quien me lo riegue / y lo tengo muy sequito. / Si usted tiene regadera / yo lo invito a trabajar, / porque como es tan chiquito / tiene poco qué regar». Mis cuatro lectores imaginarán el revuelo que causó aquella canción entre la concurrencia. Doña Macalota se desvaneció, no sin antes acomodar convenientemente los cojines de la otomana; don Sinople declaró grave y solemne: «No cabe duda: el demonio anda suelto», y la señorita Peripalda, catequista, huyó del lugar gritando: «¡Confesión! ¡Confesión!». Dos meses han pasado de ese acontecimiento lamentable y la tertulia de la señorita Himenia no se ha reanudado todavía. Los invitados dicen que no regresarán ahí si el Padre Arsilio no asperja la casa con agua de San Ignacio. De este sucedido real derivo una conclusión que puede ser materia reflexiva: las fallas de la mujer son castigadas con más rigor que las del hombre. Eso es prueba de que no hemos llegado todavía a la equidad de géneros que reclaman por igual la justicia y la modernidad. Por más proclamas que se hacen, por más discursos que se pronuncian, la mujer sigue siendo objeto de múltiples formas de discriminación, visibles unas, otras solapadas, pero todas igualmente reprobables. Dígase lo que se diga, la esposa se halla aún en posición de inferioridad frente a su marido. En este Día Internacional de la Mujer yo alzaría la voz en su defensa si no fuera porque mi señora me tiene prohibido alzar la voz. FIN.
MIRADOR.
Por Armando FUENTES AGUIRRE.
La higuera de la casa paterna echó ayer sus brotes primerizos.
Las hojas infantiles parecen pequeñas mariposas verdes que se hubieran posado de pronto sobre la oscura ramazón.
La higuera es vieja ya, muy vieja. Tiene quizá la misma edad que tendría mi padre si viviera. A su sombra él leía El Sol de la Tarde y yo jugaba a las canicas. Los que saben de higueras se asombran al ver a ésta. Mi amigo Sergio Recio, que de higueras sabía mucho, la llamaba «venerable anciana», y decía que era mayor milagro que el de San Felipe de Jesús.
Yo amo a esta higuera, abuela o bisabuela de las que con sus retoños he plantado. Tiene la terquedad de la vida. Cada año dice en marzo: «Aquí estoy». Y aquí está ahora, como siempre, llena de brotes y llena de recuerdos. En agosto nos dará sus higos, negros como la noche, como la noche dulces. Cada uno será un milagro. Si supiéramos ver veríamos que todo es un milagro. La milagrosa higuera me lo dice con sus brotes verdecidos. Yo escucho en silencio su lección y me alejo después sin hacer ruido, no sea que se asusten las pequeñas mariposas verdes y vuelen de este cielo a otro cielo.
¡Hasta mañana!…

Share Button