Armando Fuentes
7/03/17
«Cuando la conocí hacía manoletinas en el cine. ¿Recuerdas lo que eran las manoletinas? A lo mejor ni sabes, porque de joven fuiste muy mochila, de la Juventud Católica, etcétera. Y no me vayas a salir con que manoletinas eran las que hacía Manolete, porque voy a pensar que te estás haciendo güey. De muchachos llamábamos manoletina a la masturbación. No podía dormir pensando en Fulanita, pero me hice una manoletina y hasta el otro día . ¿Te acuerdas? Si todavía quieres mayor claridad, una manoletina era lo que los españoles llaman paja, y nosotros puñeta. ¿Estamos? Ahora sí ya no te hagas, y menos a nuestra edad y con dos copas. Las manoletinas te las hacían en el Florida, el cine más grande que había en la ciudad, cine de barrio. Ahí pasaban películas porno; francesas, italianas, japonesas. No tenían subtítulos, pero eso era lo de menos, pues casi todo el diálogo consistía en ahes y ohes, en gritos y jadeos que no necesitaban traducción. El público estaba formado por señores maduros y por muchachos inmaduros. Ni unos ni otros tenían dinero para ir a un burdel, y en el Florida hallaban alivio a su necesidad en modo útil y práctico. Y económico además, pues por 10 pesos te dejaban sosegado, cuando en otras partes el sosiego te costaba 100. Aquel servicio estaba a cargo de muchachitas que no se avenían a ser sirvientas o empleadas de comercio, pero que tampoco querían prostituirse en un congal. Había también señoras a quienes la clientela añosa prefería por su mayor destreza y superior habilidad. Del personal disponible formaba parte también un buen número de jotos. Así se llamaban en aquella época los que hoy se llaman gays. Aunque no me lo creas nunca les faltaban clientes. Lo que ahí sucedía estaba sujeto a un ritual -no digo liturgia para no ofenderte- que todos los participantes conocían; ve tú a saber cómo lo habían aprendido. Te sentabas en un lugar donde no hubiera gente cerca. Se apagaba la luz y esperabas a que alguien viniera y se sentara a tu lado. Si no era de tu gusto te ponías las manos sobre la entrepierna, y la que había llegado -o el que había llegado- se levantaba sin decir palabra y se iba. Si te agradaba la persona le dabas el billete -el cobro era siempre por adelantado-, y a jalar, dicho sea sin juego de palabras. Todo se hacía en silencio y sin mirar. Ni ella o él te veía, ni tú te fijabas en ella o en él. Acabado el trance la servidora -o el servidor- se retiraba, y el servido generalmente se salía del cine, pues después de aquello lo que querías era ver una película de Walt Disney, y no lo que estaba pasando en la pantalla. Ahí la conocí, te digo. Por lo que pude ver era bonita de rostro y fina de cuerpo. Una tarde la miré de reojo y alcancé a verle en el cuello un pequeño lunar en forma de pera que me pareció muy lindo. Yo iba al cine una vez por semana, los viernes. Al entrar la buscaba, y con una mirada le daba a entender que la estaría esperando. Le pagaba 15 pesos en lugar de 10, y siempre iba conmigo. Noté que se esmeraba en hacer las cosas bien, sin prisas. Me gustaba por lo chiquita, por lo modosita; ya me estaba enamorando de ella. Una vez me atreví a romper el protocolo y le pedí verla allá afuera . Ni siquiera me contestó, y jamás volvió a sentarse conmigo. Y aquí viene lo bueno, fíjate. O lo malo, según se vea. Pasó el tiempo. Me fue bien, y me hice socio de un industrial rico. Un día me invitó a su casa. Conocí a su esposa. Mejor dicho la reconocí: tenía en el cuello un pequeño lunar en forma de pera. Ahora te pregunto: la vida ¿es buena o mala? ¿Tú la entiendes? No me contestes. La respuesta es difícil, ya lo sé. Y más cuando traes encima un par de copas». FIN.
MIRADOR
Me habría gustado conocer a Pico de la Mirandola.
Filósofo del Renacimiento -nació en 1463-, ha sido objeto de burlas a lo largo de los siglos porque escribió una obra a la que puso por título «De omni re scibili», «De todas las cosas que se pueden conocer». Un travieso le añadió: «. et quibusdam aliis», lo cual quiere decir «y de algunas más». Eso ha sido causa de las chocarrerías.
Sin embargo aquel señor tenía cosas como para tomarlo más en serio. En uno de sus libros, «Discurso sobre la dignidad del hombre», dijo que cada uno debe buscar por sí mismo la verdad, y no permitir que otro se la imponga. Al hablar sobre la inmortalidad del alma negó entre líneas la existencia del infierno, pues sostuvo que un pecado de duración finita no puede ser castigado con una pena infinita. Eso le valió ser condenado como hereje por el Papa.
De la Mirandola fue niño prodigio. A los 10 años sabía latín, griego, hebreo, árabe y arameo. Un cardenal dijo en su presencia que todos los niños que mostraban inteligencia prodigiosa se volvían imbéciles al llegar a la mayor edad. Comentó el chiquillo: «Entonces Su Eminencia debe haber sido un gran niño prodigio».
Lo dicho: hay que tomar más en serio a Pico de la Mirandola.
¡Hasta mañana!…