De política y cosas peores

Armando Fuentes

15/10/16

«¿De quién son estas nalguitas?». La insólita pregunta rompió el silencio que reinaba en la oscuridad del coche dormitorio en aquel viaje por ferrocarril. ¿Quién preguntó eso en voz tan alta y con impaciencia tal? La pregunta la hizo un anheloso recién casado que junto con su flamante mujercita ocupaba una litera en el vagón. Aquel galán había empezado su tierno interrogatorio en voz muy baja y dentro de los límites de la decencia: «¿De quién son estos ojitos?». Y ella, ruborosa: «Tuyos, mi amor». «¿Y esta boquita?». «Tuya, mi cielo». «¿Y este cuellito de gacela?». «Tuyo, mi vida». «¿Y esta cinturita de palmera arábiga?». «Tuya, ángel mío». Fue entonces cuando el encendido novio tomó otro derrotero. Sin poderse contener preguntó entre acezos: «¿De quién son estas nalguitas?». La pregunta fue tan abrupta, tan inesperada, que la cándida doncella quedó sin habla, confundida. El muchacho volvió a inquirir, tremoso: «Estas nalguitas ¿de quién son?». Tampoco ahora respondió la chica. Poseído por el ardiente rijo, con urgencia que lo hizo levantar la voz sin darse cuenta, preguntó por tercera vez el desposado: «¿De quién son estas nalguitas?». Se oyó una voz de enojo venida desde el fondo del vagón: «La persona que haya perdido unas nalguitas favor de reclamarlas, a ver si ya nos dejan dormir en paz». En la arena de la Sociedad Mutualista «Obreros del Progreso», donde se hacían las funciones de lucha libre en mi ciudad, solía surgir de entre el público un grito para incitar a los púgiles a poner más acción en el combate: «¡Quiero ver sangre!». La respuesta era obligada: «¡Vete al rastro!». La solicitud de licencia presentada por Javier Duarte, gobernador de Veracruz, no calmará la exigencia de los ciudadanos. Ellos quieren ver cárcel. Ciertamente merece aplauso la decisión del PRI y el gobierno federal de obligar al político veracruzano a dejar el cargo ante los indicios de corrupción tan grave que su administración presenta. Sin embargo la ciudadanía está habituada a ver que siempre esos retiros obedecen más a un fin de política que a una voluntad real de llevar a la justicia a quienes han malversado los fondos públicos y con ellos se han enriquecido. Los mexicanos piensan que previamente a una salida como la de Duarte se hicieron componendas, arreglos, pactos por abajo de la mesa entre las partes, both members of the same club, pertenecientes al mismo club. Aun así, en casos como éste, y en otros más -no pocos- que están todavía pendientes, los mexicanos siguen gritando a toda voz: «¡Quiero ver cárcel!». Ya no es posible dejar de oír ese sonoro grito. Solicia Sinpitier, madura señorita soltera, se quejaba de toda suerte de achaques, ajes, alifafes y arrechuchos. Sus hermanos le dijeron: «Te vamos a poner un médico de cabecera». Preguntó tímidamente la señorita Sinpitier: «¿No podrían ponérmelo de toda la cama?». Nalgarina Grandchichier le comentó a su amiga Pomponona: «Ya no estoy tomando la píldora. Tengo miedo de los efectos laterales». «Yo la sigo tomando -dijo la otra-. Tengo más miedo de los efectos frontales». Uglicio, hombre muy feo, declaró en la fiesta: «Soy de la Sociedad Protectora de Animales». Le preguntó una chica: «¿Protector o protegido?». Don Algón entró en el cuarto de archivo y ¿qué miró? A su linda secretaria Rosibel y al contador Pitorro entregados al acto natural que con diversos nombres se conoce: el H. Ayuntamiento; el foqui foqui; gastar el petate o desvencijar la cama; regar el culantrito, etcétera. Exclamó con enojo don Algón: «¿Qué significa esto?». Replicó el tal Pitorro: «Los dos habíamos acabado ya nuestro trabajo, jefe, y no nos gusta estar sin hacer nada». FIN.
MIRADOR.
Por Armando FUENTES AGUIRRE.
Me alegró mucho el otorgamiento a Bob Dylan del Premio Nobel de Literatura.
No es él un poeta en el sentido estricto de la palabra. Pero ningún poeta lo es en ese sentido. Lo que hace que cada poeta sea un poeta es haberse liberado del sentido estricto de las palabras.
Con Bob Dylan el Premio Nobel, que siempre ha llegado sólo a las capillas y cenáculos, a los círculos académicos e intelectuales, llega ahora a la calle, al Metro, a los bares, a la ciudad donde los muchachos gritan y los hombres y las mujeres cantan y maldicen. Es un saludo a la gente común; un reconocimiento a aquéllos que han querido cambiar el mundo antes de ser aplastados por él.
Siempre me ha sido un poco antipático aquel premio: lo recibió José Echegaray y no se le entregó a Borges. Me reconcilio con el Nobel -también un poco- ahora que la Academia Sueca fue insólitamente tocada por un halito fresco de locura.
¡Hasta mañana!…

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