Armando Fuentes
9/05/16
Don Frustracio, el esposo de doña Frigidia, le dijo a su gélida mujer: «No me gusta que juegues al Candy Crush mientras hacemos el amor». «¡Ah! -protestó ella con enojo-. ¿Entonces nada más tú quieres disfrutar?». Avidia, muchacha en flor de edad, habló con su mamá para informarle que andaba de novia con don Pecunio. «Pero, hija -se consternó la señora-; por su edad ese hombre podría ser tu padre». «Es cierto -admitió Avidia-. Pero por su dinero podría ser mi marido». Adán le ordenó a Eva: «Va a venir a visitarnos el Señor. Ponte una hoja más larga». Don Tilico, el escuchimizado cónyuge de doña Gordoloba, robusta señora que pesaba 10 arrobas -cada arroba equivale a 11 y medio kilos-, les contó a sus amigos en el bar que su esposa lo había sorprendido en el lecho conyugal con una estupenda rubia de talla escultural y fina. Comentó al final de su relato: «Gordoloba me perdonó porque le dije que cuando vi a la rubia no traía yo los lentes, y por eso la confundí con ella». Una pulga le preguntó a otra: «¿Crees que haya vida en otros perros?». Yo amo a los libros. Tanto los quiero que me voy a deshacer de todos los que tengo. He ofrecido donarlos a la Universidad Autónoma de Coahuila, mi universidad, para que sus maestros y estudiantes puedan obtener provecho de ellos. Cuatro jóvenes funcionarios fueron encargados de contar mis libros, y registraron cerca de 30 mil. Una de las chicas que hicieron la contabilidad multiplicó los años que he vivido por los 365 días que tiene cada año y me dijo: «Es como si hubiera usted comprado un libro cada día desde el día en que nació». Hay fechas más afortunadas: ayer recibí en mi casa cinco libros. Me los trajo Javier, mi hijo, y forman parte de una bella colección de obras de autores clásicos promovida por el gobernador Rubén Moreira Valdés, que ha sido hombre de libros desde que lo conozco. Dice él en el prólogo que escribió para presentar esas ediciones: «. Muchas personas asocian a los clásicos con aquellos libros polvorientos y aburridos que sólo interesan a los intelectuales o que decoran una biblioteca o están en el rincón menos visto. Según Italo Calvino, los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra. Fomentar la lectura es una responsabilidad social y por ello, dentro de las acciones que mi gobierno lleva a cabo, está la publicación de estos libros que conforman la Colección Clásicos de Bolsillo.». Hermosa colección es esa, cuya primera entrega aparece pulcramente editada y con autores muy bien escogidos: Cervantes (claro); Gustavo Adolfo Bécquer; Leopoldo Alas «Clarín»; Emilia Pardo Bazán; Rubén Darío. Esos pequeños libros de tan grandes plumas llegarán a lectores que usualmente no tienen acceso a ellos, y cumplirán así la misión que les atribuye Rubén Moreira, ayer mi alumno, hoy gobernador de mi natal Coahuila. Enhorabuena. Himenia Camafría, madura señorita soltera, recibió en su casa la visita de don Calendo, añoso caballero que la cortejaba discretamente. Bebieron los dos varias copitas de rosoli, y eso puso a la señorita Himenia en estado de amorosa exaltación. Le dijo con vehemencia a su pretensor: «¡Deme un beso y seré suya para toda la vida!». Replicó el visitante: «Le daré un besito, amiga mía. Espero que eso baste para el fin de semana». Sopa de letras: la R es una P haciendo pis, y la u es una n dispuesta ya al acto del amor. Noche de bodas. El príncipe Pepino, llamado El Breve por las mujeres que lo conocían, dejó caer el manto de guipur que lo cubría y se mostró al natural ante la princesa Gwangolina, su desposada. Lo miró ella de arriba abajo, detuvo en medio la mirada y exclamó luego en tono desolado: «¡Chin! ¡Mejor hubiera ganado el dragón!». FIN.
MIRADOR
Estoy muy triste. Se secó el árbol que daba su sombra y su belleza en la huerta llamada Los Sirrales.
Era un álamo estrella ese árbol, así dicho porque sus hojas parecen estrellas por la forma y el color plateado de su envés. Yo lo miraba con igual mirada con que vi por primera vez la catedral de Notre Dame, y pensaba que bajo su fronda soñaría el sueño en que no se sueña ya.
¿Por qué murió ese árbol que ponía en el paisaje tanta vida? Unos dicen que fue ocultamente roído por gusanos; otros juzgan que sus raíces llegaron a un manto de aguas sulfurosas. Don Abundio declara que el álamo murió de su muerte, es decir de viejo, por la edad.
Yo no sé qué pensar. Mejor no pienso. Me siento culpable de la muerte de este árbol que se fue y sigue estando ahí. En su desnuda ramazón creo ver un reproche silencioso. ¿Cómo es posible que haya dejado yo morir una catedral?
Me preguntan:
-¿Lo cortamos?
Y respondo:
-No sé.
Es la verdad. No sé.
¡Hasta mañana!…