Armando Fuentes
5/05/15
En el bar del club cinco socios, uno de ellos de reciente ingreso, empezaron a hablar de un tema relacionado con el sexo: el color de la ropa íntima que cada uno de ellos gustaba que vistiera su mujer en las noches de amor. Dijo uno: «A mí me excita que mi esposa lleve lencería negra. Ese color, misterioso y sugestivo, pone sensualidad en nuestra mutua entrega». Declaró el segundo: «Yo prefiero que mi señora se ponga ropa íntima blanca. Eso le da un aire de pureza, de novia que se da por la primera vez». Manifestó el tercero: «A mí me agrada que mi mujer luzca prendas rojas. Ese color, símbolo de la pasión sensual, da intensidad al acto amoroso». Habló el siguiente y dijo: «En eso de la ropa íntima mi esposa tiene gustos muy especiales. Acostumbra vestir prendas en tonos que ninguna otra mujer usa: verdes, con rayas amarillas, pintitas moradas y florecitas en color azul pastel». «¡Ah! -exclamó el socio de reciente ingreso-. ¿De modo que tú eres el marido de Gwangolina?». Iré a la Isla del Padre uno de estos días. He vacacionado en ese bello sitio de Texas desde que mis hijos eran pequeñitos. Caminar por su playa al despuntar el día es uno de los goces de cuerpo y alma que disfruto más. Ahí el solitario pescador. Ahí esos inquietos pajarillos que casi no pisan la arena al caminar. Ahí las primeras gaviotas sobre las últimas farolas encendidas. Ahí las olas mansas que mojan con su sal y su sol tus pies descalzos, y el viento fresco de la mañana que todavía guarda algo de la noche. Iré a la Isla del Padre un día de estos. Me he vuelto un poco loco ¿sabes? (estas loqueras llegan con la edad), y me he prometido a mí mismo no ir temporalmente a Estados Unidos si Donald Trump obtiene la candidatura a la presidencia, y dejar de ir en forma definitiva si ese grosero demagogo gana la elección. En tal caso no extrañaré Las Vegas o Nueva York, Chicago o San Francisco, Los Ángeles o Boston. De esas ciudades tengo memorias, pero nostalgias no. Extrañaré la Isla, tan pequeña en la geografía, tan grande en los recuerdos. Porque a estas alturas -o bajuras- es casi seguro que aquel señor con sobra de dinero y escasez de cerebro y corazón será el candidato de los republicanos, con grandes posibilidades de imponerse en la elección presidencial -la estolidez machista pesa mucho- sobre Hillary Clinton, su eventual rival demócrata. Iré a la Isla del Padre uno de estos días. Porque si Trump llega a la presidencia no volveré a ir a Estados Unidos mientras él esté en la Casa Blanca. Babalucas se contrató para trabajar en una empresa. Le dijo el jefe de personal: «El sueldo que le pagaremos será según sus aptitudes». «¡Ah no! -protestó con vehemencia el pavitonto-. ¡Usted quiere que yo me muera de hambre!». Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, regresó a su casa cuando ya se divisaba en el oriente el alba. Su esposa le preguntó hecha una furia: «¿De dónde vienes?». Pidió el majadero: «Por favor, no me lo recuerdes». Inquirió la doña, suspicaz: «¿Por qué no?». Contestó Capronio: «Porque si me lo recuerdas voy a querer regresarme». El telón de esta columnejilla cae sobre un cuento que no entendí, pero que debe ser sumamente sicalíptico. Lo leyó doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, y todo el cuerpo se le llenó de crústulas que su médico de cabecera hubo de tratarle con emplastos de muselina, un epítema que se prepara añadiendo bencina a una preparación de gutapercha. Personas de moral estricta, absténganse. Luna de miel. De paseo por el malecón la recién casada le pidió a su maridito que le comprara una paleta helada. Cuando la tuvo en su mano empezó a darle golosas chupaditas. Vio aquello el muchacho y le dijo: «Ahora que me acuerdo, mi amor, hay algo que quiero pedirte esta noche». FIN.
MIRADOR.
Por Armando FUENTES AGUIRRE.
San Virila salió de su convento a la hora de maitines. Debía caminar mucho para ir al pueblo a pedir el pan de sus pobres.
Cuando llegó a la aldea vio a una muchachita que lloraba desconsoladamente. Su madre había comprado una gallina en el mercado, y se la dio a cuidar. La niña era pequeña, y la gallina grande. Se le escapó de los brazos y fue a caer en el estanque. Ahí se ahogó. Gemía la criatura: su mamá la iba a castigar.
San Virila no soportaba ver llorar a un niño, y menos a una niña. Hizo un movimiento de su mano y la gallina revivió. Nadando como pato regresó a la orilla y fue a acogerse a los brazos de la pequeña.
Al día siguiente la niña fue a llevarle a San Virila el huevo que la gallina había puesto esa mañana. El frailecito lo tomó y lo mostró a sus hermanos. Aquel objeto tan prosaico, tan de todos los días, era un prodigio de diseño, de exacta geometría, de acabalada perfección.
-Éste sí es un milagro -dijo San Virila-. Lo que hago yo son trucos.
¡Hasta mañana!…