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De política y cosas peores


Armando Fuentes

11/04/16

En el club nudista una chica le dijo a la recién llegada: «Aquel hombre que va allá es el más popular entre las socias. Puede llevar dos tazas de café y una docena de donas al mismo tiempo». (No le entendí). Frase poco célebre, pero muy cierta: «Ninguna buena acción queda sin castigo». Un tipo le contó a su amigo: «Pasé una vergüenza muy grande. Estaba haciendo el amor con mi mujer y la criadita entró en la recámara». Contestó el amigo: «A mí me sucedió al revés, y te aseguro que sale considerablemente más caro». Sinónimo de «pequeño», en tres palabras: «¿Ya está ahí?». Nalgarina Grandchchier, vedette de moda, aceptó la invitación que don Algón le hizo para cenar en restorán de lujo. Ella pidió el medallón de robalo en salsa de cilantro con esfumado de ciruelas, inspiración de uvas y sugerencia de estragón. Le preguntó el mesero: «¿Vino con su pescado?». «No -contestó la vedette-. Él ya me estaba esperando aquí». La Universidad Autónoma de Coahuila es una de las más prestigiadas del país. Mi estado natal se enorgullece de tener una institución de educación superior donde las tareas de docencia, investigación y difusión de la cultura se cumplen con calidad y espíritu constante de superación. Su actual rector, Blas José Flores Dávila acaba de terminar su primer período al frente de la institución. Es hombre de gran calidad humana, sencillo y laborioso, que se ha ganado el afecto de los maestros y los estudiantes. Su labor ha dado frutos de consideración a la Universidad, entre ellos un notable crecimiento tanto en recursos físicos como en lo académico. Seguramente será reelecto por la comunidad universitaria para un segundo período rectoral. Eso me alegrará, pues siento un gran afecto por esa Casa de Estudios. Ahí me formé como estudiante; en ella me formé también como maestro. Los 40 años de docencia que pasé en la universidad coahuilense son inolvidables para mí. Por eso espero que el rector Flores Dávila siga al frente de la Universidad. Su permanencia será garantía de un buen futuro para la institución. Don Astasio llegó a su casa después de su jornada de 8 horas de trabajo como tenedor de libros. Colgó en la percha su saco, su sombrero y la bufanda que usaba aun en los días de calor canicular, y encaminó sus pasos a la alcoba a fin de reposar su fatiga mientras llegaba la hora de la cena, que el mismo solía preparar porque a su esposa no se le daba bien eso de la cocina. Hubo algo, sin embargo, que le estorbó el descanso: en la recámara estaba su mujer en ilícito trato de libídine con un desconocido. Desconocido para don Astasio, digo, pues la señora daba trazas de conocer bien al individuo, a juzgar por las expresiones con que se dirigía a él. Le decía «papacito», «negro santo» y «cochototas», a más de emplear con él otros vocablos que por su extremo carácter sicalíptico no puedo consignar aquí. Don Astasio no dijo nada. Salió de la habitación y fue al chifonier donde guardaba una libreta en la cual solía anotar dicterios infamosos para enrostrar a su mujer en tales ocasiones. Volvió a la alcoba y le espetó el último que había registrado. Le dijo: «¡Churrillera!». Ese voquible lo usa Cervantes en el capítulo 45 de la segunda parte del Quijote. Con él moteja Sancho a una mujerona de mal ser y de peor vivir. Doña Facilisa -tal es el nombre de la esposa del infeliz cornígero- se oyó llamar así y le dijo a su marido: «¿Acaso tú eres impeque? Tienes tantos pecados como yo, tunante, y aún mayores. ¿Has olvidado ya que hace dos años te trajiste un clip de la oficina? Y ¿no es cierto que una vez encontraste tirada en la calle una moneda de un peso y te la guardaste en vez de dar cuenta de tu hallazgo a la autoridad correspondiente, como prescribe el Reglamento de Tesoros Ocultos y Objetos Perdidos? Ah, eres de los que ven la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio». Don Astasio se azaró bastante al escuchar aquella repasata. Pensó que su mujer tenía razón, y eso que no sabía de la ocasión aquella en cortó en forma subrepticia una margarita en el jardín municipal. Así pues ya no dijo más. Salió escurrido de la habitación. Al ir por el corredor siguió oyendo a su esposa repetir aquellas expresiones de vulgacho: papacito, negro santo y cochototas. FIN.

MIRADOR

Me dijo al presentarse:
-Soy el rojo, el mejor de los colores.
-Perdone -respondí-. No hay un color que sea mejor que los demás. Todos son distintos, eso sí, pero ninguno es mejor que los otros.
El rojo se puso colorado por el enojo. Replicó:
-Caperucita es roja.
-Es cierto -concedí-, pero el príncipe es azul.
Advertí que mi respuesta lo desconcertó. Aproveché su vacilación para asestarle una reflexión moral. Le dije:
-Todos los colores son necesarios, igual que las personas. El amarillo no puede hacer lo que hace el verde, y usted, que es rojo, no puede hacer lo mismo que el azul.
El rojo enrojeció otra vez, pero ahora no por el enojo sino por la pena de reconocer que estuvo equivocado al haberse creído el mejor. Todo aquel que se cree el mejor está equivocado.
¡Hasta mañana!…

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