Nuestros Columnistas Nacionales


De política y cosas peores


Armando Fuentes

5/04/16

En aquel tiempo la vida tenía tiempo para vivir la vida. Ahora no. Anda a las carreras, como andamos todos, y ya no puede hacer lo que hacía antes. Ir al cine, por ejemplo. Eso explica por qué en nuestros días han dejado de suceder cosas como las que sucedían en las películas. La vida veía esas películas y luego las copiaba. Actualmente es el cine el que copia a la vida, y no al revés. En los años que digo -los mediados del pasado siglo- era la vida la que imitaba al cine. Todas las madres eran lloronas de tres turnos -lloraban hasta en sueños-, como Sara García; todos los paterfamilias tenían la adustez y el ceño de don Fernando Soler. A nadie sorprenderá, por tanto, la historia de Luchita. Su vida parece el argumento de un film de Marga López. Luchita era una muchacha que no parecía muchacha. A los 20 años tenía la traza de una señora de 50, tanto en el talante como en la figura. Era seria; su diversión consistía en no divertirse. Huérfana de padre y madre, sola en el mundo -ahí empieza el parecido con Marga López-, tenía por única amiga a una que fue su compañera en el colegio. Amistad más extraña que la de ellas será difícil concebir. Lucha era iglesiera, en tanto que su amiga -no escribiré su nombre, a fin de proteger a los culpables- decía pestes de las monjas que las educaron, y en las discusiones que sostenían sobre el tema sacaba a colación refranes que escandalizaban a Luchita, como aquel que dice: «Con los curas y los gatos, pocos tratos». Desde luego no atribuiré a falta de religiosidad lo que le pasó a esa muchacha. Lo mismo les sucedió a otras jóvenes que eran de misa y comunión diarias. Quiero decir que a pesar de ser soltera la amiga de Luchita quedó embarazada. Al parecer la naturaleza no toma en cuenta actas ni oficialías para perpetuar la vida. Sin conmoverse por las lágrimas de doña Sara García -quiero decir la mamá de la muchacha-, don Fernando Soler -el papá, quiero decir- corrió a su hija de la casa, según uso de entonces, y la futura madre fue a refugiarse en la de Lucha. Ella la acogió con la mayor buena voluntad, y de su bolsa sufragó los gastos del embarazo y el consiguiente parto. Pasaron los meses. Un día -el niño tenía ya dos años de edad- Luchita volvió a su casa del trabajo y encontró en la mesa de la cocina una carta en la cual su amiga le comunicaba que había encontrado a un hombre, y que se iba a ir con él. No podía llevarse al niño, de modo que se lo dejaba. «Espero que seas una buena madre para él, igual que has sido una buena amiga para mí». Luchita -lo dijo en el confesonario al día siguiente- no sintió pena por la ausencia de su amiga, sino alegría grande por verse de pronto convertida en madre. Crió al pequeño como si fuera su hijo. Toda su vida se volcó en la de él. Pero un día -aquí sigue la película de Marga López- su madre regresó por el niño, que ese día llegaba a los 12 años. Tenía hecha su vida, le contó a Luchita; le iba bien y venía a recoger a su hijo. Tampoco aquí valieron las lágrimas de la madre que no era y del hijo que tampoco era. La amiga se lo llevó. No diré del sufrimiento de Luchita, ni de la vida de tristeza y soledad que en adelante fue su vida. No se quejaba -¿de qué podía quejarse?- pero en adelante fue una sombra que vivía entre sombras. Y sin embargo la película que estoy contando tiene final feliz, a diferencia de lo que sucede en muchas vidas. O dicho, de otra manera, la vida que estoy contando tiene final feliz, a diferencia de lo que sucede en muchas películas. Pasó el tiempo, y otro día alguien llamó a la puerta de Luchita. Abrió a ella y vio al hijo -a su hijo- que ahora era mayor de edad. Le dijo él: «Ya volví, mamá». No pondré aquí la consabida frase: «Y vivieron felices». Nomás eso faltaba. Pero la verdad es que vivieron felices. Eso sucede en las películas, y sucede también en muchas vidas. Sea como haya sido nuestra vida todos diremos alguna vez lo mismo que dijo aquel muchacho. Unos estaremos muertos; otros estarán vivos, pero todo diremos algún día: «Ya volví, mamá». Quizá también nuestra vida parece una película de Marga López. Quizá todas las vidas parecen una película. FIN.

MIRADOR

Variación opus 33 sobre el tema de Don Juan.
Se va la tarde con lentitud, como si no quisiera irse.
Con lentitud se va la vida, como si quisiera seguir aquí.
Aquí es el jardín de Don Juan. El seductor es ahora anciano, y camina entre los rosales que él mismo ha cultivado. En cada rosa le parece ver a una de las mujeres que se le entregaron y a las que se entregó. Esta rosa de púrpura lo hace evocar a aquella hembra apasionada que lo tomó cuando era casi niño y lo sacó de su lecho ya convertido en hombre. Esta rosa amarilla le trae a la memoria el romance otoñal que por algunos días le devolvió su juventud. Y esta rosa blanca. Ah, esta rosa blanca le recuerda al mismo tiempo el más grande amor de su vida y el más grande pecado de su vida.
La tarde se ha ido ya. Y, lo sabe bien Don Juan, se ha ido ya la vida, Todo se ha ido -todo se va-, menos la memoria de los pasados goces. Eso no pasa. Se queda, como la vida que quiere seguir aquí.
¡Hasta mañana!…

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