Nuestros Columnistas Nacionales


De política y cosas peores


Armando Fuentes

11/03/16

Doña Macalota llegó de un viaje y encontró a su esposo don Chinguetas en el lecho conyugal con una estupendísima morena. «Hijodeputaméndigocabrón!» -le gritó en una sola emisión de voz. «Modérate, mujer -le dijo don Chinguetas-. Yo no me quejo cuando tú lees en la cama hasta la madrugada». Un buceador se topó con una sirena, y empezó a refocilarse con ella, hasta donde tal cosa era posible. En eso vieron a un tiburón que venía a todo nadar hecho una furia. Exclamó la sirena con alarma (no es juego de palabras): «¡Santo Cielo! ¡Mi marido!». He aquí un principio que no falla: la intensidad de tu comezón es inversamente proporcional al alcance de tu mano. Una linda costumbre se conserva en algunos lugares de Nuevo León. Aun sin conocerte los vecinos te tutean y te dan tratamiento familiar. Si el que te habla es de tu misma edad te dice «primo». Si es menor que tú te llama «tío». Y si es mayor te trata de «sobrino». Desde luego yo ya soy tío de todos -incluso de los tíos-, y por eso recuerdo con nostalgia mis tiempos de actor itinerante. (Nostalgia es decir: «¡Ah, los fríos de antes, tan tibios!»). La compañía teatral en que yo actuaba fue a cierto pequeño pueblo a representar una «alta comedia» intitulada «Amor que dura un día» o «Serafina». En la trama el novio de la protagonista debía huir a consecuencia de un duelo infortunado en el cual dio muerte a su mejor amigo. La actriz que hacía el papel de Serafina estaba algo entrada en carnes, por no decir que era bastante gorda. Al darle el doloroso adiós el primer actor le dijo lleno de congoja: «¿Cómo puedo llevarte conmigo, amada mía?». Un incivil sujeto gritó desde el fondo de la sala: «¡En dos viajes, primo!». Años después un amigo mío, oriundo de otro poblado nuevoleonés, casó en Querétaro con una bella chica de buena condición económica y social, y la llevó a su solar nativo a fin de presentarla a sus papás. Ella pensaba que su flamante maridito era también de familia acomodada. Cuando llegaron a la terminal de autobuses los cargadores le decían al muchacho: «¿Te ayudo con los velices, primo?». Ella le preguntó a su esposo, desolada: «¿Son tus primos?». Tuvo él que explicarle los usos y costumbres de la localidad. Cada región de México tiene sus moditos de hablar, y sus tonitos. ¡Cuán diferentes son los de Chihuahua y los de Yucatán, los de Veracruz y los que se oyen en el extinto Distrito Federal! Es una pena que se pierdan esos dejos y esas maneras de decir. Los regionalismos y los acentos distintivos en el habla son especies en vías de extinción. Llegará el día -triste día- en que todos hablaremos igual y diremos las mismas cosas. Eso nos empobrecerá, sobrinos. Lo que en seguida voy a relatar pertenece a los anales europeos. No puedo garantizar que el episodio sea verdadero, pero historiadores serios han recogido la crónica del acontecimiento y lo dan por sucedido. Me siento autorizado, pues, a repetirlo. En tiempos muy pasados se reunieron los reyes de Francia, de España y de Inglaterra en una cacería. Poca fortuna hubieron venatoria -San Huberto, patrono de los cazadores, no fue con ellos ese día-, pero en la noche gozaron el buen comer y el buen beber del campamento, lo cual suele ser más deleitoso aún que la misma cacería. Varias botellas de los mejores caldos apuraron, y ya con las reales testas anubladas por los espíritus del vino dieron en concertar una real justa ante sus respectivas comitivas. Se trataba de ver cuál de los tres monarcas estaba mejor guarnido para los lances del amor. Mostró en primer lugar su equipo el rey de Francia. Estaba tan bien dotado que sus cortesanos gritaron con orgullo: «Vive la France!». Exhibió lo suyo el rey de España, y superó a su homólogo galo en tal manera que los ibéricos profirieron con patriótico entusiasmo: «¡Santiago y cierra España!». Tocó el turno al rey de Inglaterra de presentar su herramental. Yo siento viva simpatía por Francia, y a España la considero Madre Patria, pero mi obligación de historiador veraz me pone en el deber de decir que Su Majestad Británica superaba por mucho a los otros dos soberanos. Su desmesura era tal que al verla gritaron al unísono ingleses, franceses y españoles: «God save the Queen!». FIN.

MIRADOR

La mañana temblaba de frío. El padre superior no le dio permiso a San Virila de ir al pueblo a pedir el pan para sus pobres. Temía que enfermara, tan viejo y débil era.
El frailecito no quería que sus pobres pasaran hambre. Hizo un ademán; las nubes se abrieron y un tibio rayo de sol se posó en él. Echó por el camino, y ese verano diminuto lo acompañó con su luz y su calor.
Al llegar al pueblo el santo vio a un perro callejero que tiritaba en un rincón. Se quitó entonces el rayo de sol y se lo dio al perro. Le dijo:
-Disfrútalo, hermanito. Lo necesitas más que yo.
El perro, agradecido, caminó al lado de San Virila para que el rayo lo calentara a él también. Así, juntos, regresaron al convento.
Los vio llegar el padre superior y le dijo a Virila:
-¡Qué gran milagro hiciste!
Contestó el santo:
-El perro realizó un milagro mayor que rara vez se mira: agradeció el bien que se le hizo.
¡Hasta mañana!…

Share Button