Nuestros Columnistas Nacionales


De política y cosas peores


Armando Fuentes

18/02/16

Don Poseidón, labriego acomodado, viajó a la gran ciudad, y acertó a entrar en un restorán-bar donde las meseras iban topless, vale decir que no llevaban prenda alguna de cintura arriba. El engolosinado lugareño llamó a la camarera que mostraba las más ubérrimas, ebúrneas y magnificentes prendas pectorales y le dijo: «Quiero dos docenas de ostiones, chula. Pero, por favor, tráemelos uno por uno»… Doña Facundia, mujer parlera, no daba nunca tregua a la sin hueso: hablaba y hablaba sin cesar. Cierto día notó que tenía dificultades para oír. Fue con su médico, el doctor Ken Hosanna, y le dijo con inquietud: «Siento que no oigo bien. ¿A qué se deberá?». Diagnosticó el facultativo: «Ha de ser falta de práctica». El director de la nueva línea aérea le dijo al encargado de la publicidad: «Es cierto: nuestra oficina central se encuentra en Génova, y todas las ciudades a las que volamos están en Italia. Pero no acaba de gustarme el nombre que usted propone: Genitalia». Himenia Camafría, madura señorita soltera, fue a confesarse con al padre Arsilio. Le dijo: «Me acuso de que un hombre joven y guapo me agarró una nalga en el autobús». Le preguntó el buen sacerdote: «¿Y tú qué hiciste, hija mía, para reprimir a ese enemigo de tu honestidad ?». Respondió Himenia: «Lo que el Señor nos ordena que hagamos con nuestros enemigos: le ofrecí la otra mejilla». El ranchero Colás llegó ese día muy tarde a su casa. Le preguntó su mujer: «¿Por qué tardaste tanto?». «Ya venía -respondió Colás-, pero vi a una monjita que iba a pie por el camino. La invité a subir al carretón, y a partir de ese momento las malditas mulas ya no entendieron ni una sola de las palabras que les dije para que caminaran más aprisa»… Me desazonó y me puso triste ver la forma en que el Papa Francisco reaccionó cuando un hombre lo estiró hasta hacerlo perder el equilibrio para arrebatarle el obsequio que iba a dar a otra persona. Airado, con el rostro descompuesto por el enojo, el pontífice reprendió duramente al individuo. Pienso que en este trance el Papa se mostró más jesuita que franciscano. Lejos de mí la temeraria idea de decir que el Santo Padre cometió pecado de ira -quizás algún comentador menos timorato que yo diría eso-, pero a juzgar por su semblante y sus palabras estuvo muy cerca de incurrir en esa culpa. Ciertamente es reprensible la conducta del sujeto que tironeó al Papa, pero alguien que trata con multitudes está expuesto a actos así y debe prepararse a fin de no salirse de sus casillas ni mostrar su irritación, por muy justificada que sea, sobre todo en tratándose de un pastor que se ha presentado como todo bondad, todo misericordia, todo humildad. Se me dirá que el Papa es un hombre como todos, sujeto a las flaquezas de la condición humana. Hay muchos atenuantes para justificar la actitud del Papa: sus años, su cansancio, la supina torpeza de quien lo jaloneó. Sin embargo se espera que el Papa que no actúe como todos, sino que dé ejemplo de paciencia, de perdón, de magnanimidad. Y, en lo estrictamente humano, de control de sí mismo. En fin, la carne es débil, sobre todo cuando se pone fuerte. Don Languidio, senescente caballero, iba por la calle y en una esquina lo abordó una musa de la noche. Le preguntó la mujer: «¿Te gustaría pasar un rato agradable, guapo?». Contestó el maduro señor: «Lo siento. Ya es tarde». Replicó la daifa: «Son apenas las 9 de la noche». «No -aclaró don Languidio con tristeza en su voz-. Son 20 años tarde». La guapa y voluptuosa muchachona le dijo al policía de la esquina: «Aquel hombre me hizo objeto de libidinosos tocamientos. ¿No va a hacer usted nada?». «A mí también me gustaría hacer algo, señorita -respondió el gendarme-, pero desgraciadamente en este momento estoy de servicio». Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, entró en la tienda de ropa para caballero y le preguntó a la encargada: «¿Tienen ropa interior negra para hombre?». Respondió desconcertada la muchacha: «Ninguno de nuestros proveedores vende ropa interior de color negro para caballero». «¡Qué lástima! -exclamó Afrodisio-. Murió mi compadre Ultimiano, y esta noche voy a darle el pésame a la comadrita». FIN.

MIRADOR

En mi jardín vuela una avispa. Se detiene por un momento frente a mí. Aunque yo no lo sepa -no puedo saberlo- esa avispa está recordando. Dice para sí:
-Este hombre tiene una remota semejanza con aquel niño que hace muchos años me mató golpeándome con un cartón.
La avispa no lo sabe -no puede saberlo-, pero ya está en el mundo la sombra de un futuro niño que alguna vez verá a una avispa como ella y dirá como otro niño dijo ayer:
-Esta avispa quiere picarme. Voy a traer un cartón.
¿Cuántos niños habrá?
¿Cuántas avispas?
Muchos.
Muchas.
¿No serán en verdad un solo niño y una sola avispa?
¡Hasta mañana!…

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