De política y cosas peores

Armando Fuentes

09/02/16

«Estoy en medio de un triángulo, sin solución, ni siquiera justificación. Me enamoré cuando la vi por primera vez, sabiéndola un imposible». Recordé hoy esa canción. Un cierto amigo mío la escuchaba y sostenía la tesis de que no hay mujer imposible. Así como cada hombre tiene su talón de Aquiles, cada mujer tiene lo que podría llamarse su talón de Helena. Algunas lo tienen en el corazón, otras en diferente parte, pero en todas hay un punto débil que, conocido por un varón experto, le abrirá la puerta de esa fortaleza en apariencia inexpugnable. Reconozco que el punto de vista de mi amigo es sumamente cínico, y no hace honor a la virtud proverbial del sexo femenino. Sin embargo no puedo menos que pensar en mujeres como Eloísa la de Abelardo, Julieta la de Romeo o doña Inés la de don Juan. Las tres eran criaturas célicas, espejos de pureza virginal, y sin embargo las tres cedieron. Se dieron las tres. Conocí un famoso seductor que ni siquiera era hombre agraciado, pero sabía decir cosas, y entiendo que a las damas les gusta mucho que les digan cosas. Cuando le preguntábamos acerca de su técnica con las mujeres nos decía: «Lo único que necesito es que me dejen hablar». Aquella canción que dije es muestra de que la simplicidad -que no simpleza- del amor entre dos se complica cuando interviene un tercero. Los triángulos amorosos dan origen a enredos tan intrincados que en ellos se basan algunas de las obras más famosas de la literatura, como «Ana Karenina», «El rojo y el negro» o «Madame Bovary». En tiempos del paganismo el adulterio del varón era frecuente. Zeus mismo puso el mal ejemplo, aun arrostrando la furia de su esposa. Luego el cristianismo enseñó a la mujer a resignarse cristianamente al cuerno: «Es tu cruz». Recordemos la oración de aquella esposa que rezaba: «Señor: que mi marido no me engañe. Si me engaña, que yo no me entere. Y si me entero ¡que me valga madre!». Luego la mujer despertó y empezó a dormir con el marido ajeno. Actualmente en las naciones avanzadas hay un empate virtual de adulterios entre ambos sexos. Si México fuera nación avanzada habría un motivo más de preocupación entre los casados del sexo masculino, tan masculinos todos. No cabe duda: a veces el atraso es bueno. El caso es que todos los triángulos son muy interesantes. A condición, claro, de que no sea uno la parte afectada. Entonces lo que es un chiste se vuelve una tragedia. La situación se complica si el hombre tiene como socia de su adulterio a la esposa de otro. Cuando la cosa sale a luz -y siempre la cosa sale a luz- suele haber escenas terribles, y no faltan los crímenes y los suicidios. Por todo lo anterior he escogido para mi texto de hoy un triángulo que nada tiene de trágico. Se me dirá que entonces ha de ser muy aburrido. Ciertamente lo es, pero al menos no se presta a enredos ni complicaciones. Mi triángulo es sencillo. Se trata de un triángulo equilátero. Lo saqué de un libro de geometría. Ni siquiera es un triángulo ambligonio, cuadrantal, ortogonio, oxigonio o plano. Como su nombre indica, tiene sus tres lados iguales. Cada uno de ellos es menor que la suma de los otros dos, y la suma de sus tres ángulos es igual a dos rectos. Su área es la mitad del producto de un lado por la altura medida desde el vértice opuesto. Trazando en él una recta paralela a un lado, el triángulo parcial que resulta es semejante al total. Todo esto, ya lo sé, es muy tedioso. Ni remotamente posee el interés de «Ana Karenina», «El rojo y el negro» o «Madame Bovary». Tampoco tiene la fuerza dramática de Eloísa, Julieta o doña Inés. Pero hay tantas complicaciones en el mundo actual que este día quise poner en él un poco de sencillez. Y pocas cosas hay tan sencillas como un triángulo equilátero. Su simplicidad contrasta con lo complejo de los triángulos amorosos. En él no hay drama, pero tampoco hay tragedia. No guarda misterios ni sorpresas. Brinda la certidumbre de lo razonable. En estos tiempos de sobresalto tales dones son muy necesarios. Demos gracias a Dios por el triángulo equilátero. FIN.

MIRADOR

Llegó el color rojo y dijo sin enrojecer:
-Soy el mejor color.
Antes había oído yo a otros colores decir lo mismo. Lo dijeron el verde, el amarillo, el azul, el anaranjado y el café. Lo mismo oí decir a los demás colores, y eso que algunos eran tan poco destacados como el gris o el beige. Todos pretendían ser el mejor color. No me sorprendió entonces oír que el rojo decía eso. Fingí aceptar su dicho, y lo felicité. Aun así me reprendió:
-Observo que usted no lleva ninguna prenda roja. La próxima vez que nos encontremos espero verlo con un sombrero, una camisa, un pantalón o unos calcetines de mi color.
Le prometí que de inmediato me aplicaría a conseguirlos. No debí haber dicho eso: si me hubiesen oído los demás colores igualmente me habrían exigido tener ropa de su color. Tendría yo entonces que comprar sombreros, camisas, pantalones y calcetines verdes, azules, amarillos, cafés, anaranjados, etcétera. ¿Quién puede pagar un guardarropa igual?
Lo mejor es que ningún color sea el mejor. Que todos sean iguales, y cada quien escoja el que prefiera. Supongo que en eso -en la posibilidad de escoger- radica la esencia de la libertad. Y me sospecho que en eso radica también la esencia de la felicidad.
¡Hasta mañana!…

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