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De política y cosas peores


Armando Fuentes

02/02/16

Cuando aquella señora supo que su marido la engañaba sintió el temor de perderlo para siempre. Se preguntó, angustiada: «¿Qué voy a hacer sin él?». De inmediato le vinieron a la mente mil cosas que podía hacer sin él, y eso la tranquilizó. Ya había albergado algunas sospechas acerca de la infidelidad de su consorte, pero las desechó. Las sospechas, sin embargo, son capaces de filtrarse por las paredes cuando quieren ser albergadas, y la mujer terminó por acogerlas. Tuvo entonces el impulso de decirle al infiel la consabida frase: «Lo sé todo». La frenó el temor de que él le hiciera alguna pregunta sobre futbol, deporte acerca del cual su esposo sabía mucho y ella nada. De seguro no sabría la respuesta, y entonces él le diría con su acostumbrada sonrisilla burlona: «¿Ya ves? No lo sabes todo». Eso la iba a avergonzar. La acometió la insana tentación de perdonarlo, pero la resistió valientemente. Además no sabía perdonar: el hombre, quizá previendo lo que iba a suceder, le había regalado por su cumpleaños, en vez del bolso de piel que ella esperaba, el libro «Ama y perdona», y era fecha que aún no se lo perdonaba. Tomó, pues, una enérgica determinación: se vengaría. Si el infame le había puesto el cuerno ella se lo pondría también. Recordó aquello de que la venganza es dulce y decidió probar esa golosina. Muchas veces, incluso antes de conocer los devaneos de su cónyuge, se había preguntado a qué sabría el adulterio. Con frecuencia echaba a volar la fantasía al hacer el amor con él. Se imaginaba en brazos de otro hombre, generalmente alguno de los novios que había tenido. Entonces debía hacer un gran esfuerzo para no gritar: «¡Así, Armando mío!» o: «¡Más aprisa, Sergio!», nombres los dos más eufónicos y sonorosos que el de su marido, que se llamaba Juan. Tan pronto concibió la idea de la venganza empezó a ponerla en práctica. Esa misma noche ella y su esposo salieron con una pareja amiga. Después de la primera copa ella le hizo un disimulado guiño al hombre ajeno. Preguntó él: «¿Le cayó algo en el ojo, comadrita?». Y siguió hablando de futbol con su marido. Días después, en el centro comercial, la adúltera en proyecto dirigió una mirada de mujer fatal a un guapo joven. Al punto el muchacho fue hacia ella. «¿Necesita ayuda, señora?». «No -respondió con brusquedad-. ¿Por qué?». Explicó el mancebo: «Es que así se le ponen los ojos a mi mamá cuando se siente mal». La siguiente experiencia resultó también fallida. En una despedida de soltera alguien había hablado de la leyenda urbana según la cual entre las mujeres casadas de la alta sociedad estaba de moda una costumbre: si encontraban a un hombre que las atraía encendían las luces de su coche y abrían la puerta para que él entrara. Luego se iban juntos a un motel. En el estacionamiento del súper vio ella a un hombre de mediana edad, interesante. Encendió los faros, abrió la puerta del vehículo y esperó. Después de unos minutos que le parecieron eternidad el hombre se acercó y le dijo: «Señora: no deje usted encendidas las luces con el motor apagado. Se le va a acabar la batería». Otros intentos semejantes hizo, y todos fracasaron. No es que no fuera atractiva; de hecho era bastante apetecible, pero quizá no todos los hombres eran como su marido. El caso es que ninguno acusó recibo de sus guiños, sus miradas invitadoras, y aquello de pasarse la lengua por los labios en sugestión erótica. Ella buscaba la poesía del amor prohibido y se topó con la grisácea prosa de la realidad. Finalmente renunció a la empresa. Nunca imaginó que el adulterio fuera algo tan difícil de llevar a cabo. Ganas le dieron de buscar a la amante de su esposo para preguntarle: «¿Cómo le haces?». Aquí acaba la historia de la mujer que quiso ser adúltera y no pudo. Por ahí anda todavía, insistiendo en vano. Sigue siendo virtuosa pese a su deseo de ya no serlo; sigue siendo fiel a pesar de los esfuerzos que hace para caer en infidelidad. Su marido llega a la casa por la noche oliendo a perfume barato. Ella, que está despierta, finge estar dormida. El tipo se acuesta, y un minuto después ya está roncando. La mujer llora en silencio la pena de ser fiel; siente una honda vergüenza por su virtud y reza para que nadie se entere de que no engaña a su marido. FIN.

MIRADOR

«El que con lobos anda a aullar se enseña».
Yo sé de un hombre que anduvo con lobos y jamás aprendió a aullar.
Eso no fue culpa de los lobos: ellos se esforzaron mucho en enseñarlo a aullar. Pero al hombre no se le daban los aullidos: podía gruñir, ladrar y gañir, pero no aullar.
Finalmente los lobos lo despidieron, pues la gente empezó a murmurar que eran malos profesores. En otros tiempos el que con lobos andaba se enseñaba a aullar, pero al parecer ellos no habían actualizado sus métodos, y su sistema educativo ya no funcionaba. El prestigio lobuno quedó en entredicho. Pusieron un letrero en su cubil: «Se enseña a aullar». Nadie acudió a tomar las clases.
No hagamos caso entonces del dicho según el cual el que con lobos anda a aullar se enseña.
Eso era antes. Ahora ya no.
¡Hasta mañana!…

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