De política y cosas peores

Armando Fuentes

5/01/16

El primer amor es muy importante, dice este amigo mío. Y añade: «Yo he tenido más de diez primeros amores». Este otro amigo lo oye y menea la cabeza en gesto de reprobación. Él tuvo un primer amor, relata, y fue el único. Ni siquiera llegó a decirle a su musa que la amaba. Sólo una vez se atrevió a hablarle, cuando ella tenía 14 años y 15 él. «¿Me permites que te acompañe?» -le dijo un día que la vio en la calle. «¡No, no!» -respondió ella. Y apresuró el paso, asustada. Después supo mi amigo que el padre de la muchachita era un hombre violento que castigaba a su hija con ferocidad. Por cualquier motivo la tundía a golpes. Eso le explicó el temor de la niña, y no intentó ya nada. La veía de lejos sin que ella se diera cuenta de que la miraba. Eso fue todo. Eso, que fue nada, fue todo. Pasaron los años, pero no pasó el amor que mi amigo sentía por aquélla que sólo dos palabras le había dicho en la vida: «¡No, no!». Quizá tengo duro el corazón, pero no entiendo cómo un hombre puede seguir amando a una mujer sin haber hablado con ella más que una sola vez, si es que a aquello se le puede llamar haber hablado. En fin, las cosas del amor son muy extrañas. Mi amigo jamás volvió a acercarse a aquella niña a la que amó, a aquella mujer a la que aún amaba. Ella se casó y tuvo hijos. Él siguió solo y su alma. Su alma era ella. Y ni siquiera lo sabía. No se acordaba ya del muchachito que un día la abordó en la calle y al que ella rechazó con aquellas dos palabras que quedaron para siempre en la vida del hombre: «No, no». Él se volvió un solitario. Incluso nosotros, sus amigos de juventud, teníamos problemas para verlo. Si por azar lo hallábamos le hacíamos las preguntas de rigor: «¿Cómo estás? ¿Cómo te ha ido?». Respondía: «Bien, bien», y con cualquier pretexto se alejaba. No tenía teléfono en su casa, ni usaba ninguno de los aparatos que la gente normal usa para comunicarse con la gente normal. Fue envejeciendo, no poco a poco, sino mucho a mucho. A los 50 años ya parecía un anciano, cuando los de su edad aún jugábamos tenis, o corríamos por las mañanas en el parque, y hasta a veces nos echábamos una canita al aire, ya juntos en jubilosa -y pecaminosa- camaradería, ya cada uno por su lado. De vez en cuando hablábamos de él. Mi amigo el cínico, aquel que había tenido diez primero amores, decía: «Está loco el cabrón». Yo intentaba defenderlo; quería hacer el elogio de la fidelidad con que nuestro compañero había guardado al paso de los años aquel amor de infancia. Pero de pronto ellos cambiaba el curso de la conversación, y se ponían a hablar de política o de futbol. O de mujeres, pues todos, quien más, quien menos, habíamos tenido diez primeros amores. Nosotros no estábamos locos; sabíamos vivir. Una tarde recibí una gran sorpresa. Mi amigo se me presentó en el despacho -«Lo busca un señor muy raro, licenciado», me dijo la secretaria-, y me pidió que lo invitara a tomar una copa. Fuimos a un bar cercano, y ahí me contó que hacía algunos años su amada había enviudado. «Cada año nuevo -me confió mi amigo- me hacía el mismo propósito: iría a buscarla; le confesaría mi amor de toda la vida; le pediría que se casara conmigo. No sé por qué -sería el miedo de oír otra vez aquellas dos palabras: «¡No, no!»; sería la pereza de espíritu que viene con los años-, el caso es que nunca la busqué. Esta mañana le pregunté por ella a una vecina suya a quien conozco. ¿No supiste? -me dijo sorprendida-. Hace un mes falleció . Y aquí me tienes. Ahora fue la vida, o más bien la muerte, la que me dijo: No, no «. Hizo un silencio y luego: «¿Puedo pedir otra copa?». Pedimos otra copa, y después otra, y otras más. Nos emborrachamos. Yo ya había olvidado cómo se emborrachan los amigos. No hubo frases lacrimosas, ni maldiciones a la vida o a la muerte. Bebimos solamente, hasta que las cosas dejaron de ser lo que eran, hasta que nosotros dejamos de ser los que éramos. Nos sentimos bien, aunque nos sintiéramos mal. En mi ebriedad creí ver un río que se alejaba llevando en sus aguas turbias aquellas dos palabras: «No, no». FIN.

MIRADOR.
Por Armando FUENTES AGUIRRE.
Los habitantes de Roma conservan una antigua costumbre de Año Nuevo. El primer día de enero arrojan a la calle un objeto viejo, inútil y gastado: la plancha que ya no sirve; el televisor descompuesto; la escoba que con el uso se acabó.
Esa tradición encierra un simbolismo: hay que empezar el año sin lo que nos estorba, sin el lastre de lo que ya pasó.
Eso mismo quisiera yo hacer: ir la ventana y echar a la calle el peso de los malos sentimientos que llevo en mí. Si lo hiciera podría empezar una nueva etapa de la vida sin esas oscuridades de alma que me impiden estrenar un nuevo yo al mismo tiempo que estreno un año nuevo.
Me gustaría tirar los malos sentimientos que me agobian, y que un viento renovador se los llevara. De ese modo el nuevo año me daría un abrazo y me diría con una gran sonrisa:
-¡Feliz hombre nuevo!
¡Hasta mañana!…

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