Armando Fuentes
17/11/15
¿Por qué nunca se casó Lola Fernández? Nadie en el pueblo lo podría decir. Es mujer guapa, y desde que murieron sus padres -hija única ella- es también rica. Pretendientes nunca le faltaron; eso lo saben todos. Ella los rechazó a todos, uno a uno. Sus amigas terminaron casándose con aquellos a quienes ella despachó. Por eso no la quieren bien: su sola presencia les recuerda que fueron -como se dice en expresión vulgar- platos de segunda mesa. Lola Fernández vive sola, sin más compañía que la de una criada que va con ella a todas partes: a la misa de 7 en las mañanas, y por la tarde al rosario de las 6; al mercado a hacer las compras de cada día, y a la tertulia de los viernes en casa de doña Basilisa, donde los poetas del lugar leen sus versos, donde se cantan trozos de zarzuela y se juegan juegos de prendas. Lola no participa en esos juegos, ni toca el piano, ni recita o canta. Se limita a verlo y oírlo todo con una vaga sonrisa entre los labios que los demás consideran gesto de aprobación condescendiente. A la tertulia asiste también el padre Luis, el joven cura párroco del pueblo. Tampoco él toma parte en esas diversiones, aunque las califica de honestas. Alguna vez dijo ahí un poema que aprendió en el seminario para declamarlo en la fiesta de cumpleaños del obispo, y que trata de un mártir del cristianismo llamado Marciano. Tras haberlo dicho en la tertulia se apenó por haber incurrido -declaró- en una ligereza impropia de su condición sacerdotal, y nunca más volvió a repetir esa declamación a pesar de las vivas instancias de la concurrencia. Lo que sí hace de buen grado el señor cura es bendecir las sencillas viandas que se sirven ahí como merienda, y añadir a la bendición algunas palabras edificantes dirigidas sobre todo a las muchachas y muchachos que asisten a la reunión, para apercibirlos contra los peligros del mundo, tan lleno de tentaciones, de la carne sobre todo, dice bajando la voz. A Lola Fernández el sacerdote la trata con cariñosa familiaridad, pues es su director espiritual, y además ella es la bienhechora principal de la parroquia, y presidenta de dos de las cuatro asociaciones piadosas que hay en ella. Las vecinas se dicen por lo bajo que el padre Luis es el único que conoce los motivos por los que Lola nunca se casó, pero a nadie puede revelarlos, claro, pues seguramente se los ha dicho en confesión, y eso es secreto. Tampoco se ha sabido nunca que la haya exhortado a tomar estado, como ha hecho con otras de su misma edad y condición, a quienes ha dicho que una mujer del siglo, sola, sin hombre, se expone a toda clase de peligros, y a ser objeto de murmuraciones que pueden dañar su buena fama. Y la virtud de la mujer, añade, es como un espejo que si una vez se empaña jamás recobra ya su claridad; como agua limpia que si se enturbia queda sucia para siempre. Eso les dice a todas. ¿Por qué a Lola nunca le ha hecho tales exhortaciones? Ella misma ha contado que el padre no le trata jamás esa cuestión, aunque es su guía espiritual. ¿Por qué guarda ante ella ese silencio? ¿Por qué no ha hecho nada para encaminarla con discreción, como ha hecho con otras feligresas de su parroquia, a unirse a uno de los señores de su edad, viudos o solteros acomodados, que viven en el pueblo o en algún otro de la comarca? Esa omisión es causa de que se digan cosas. Pero hasta las lenguas más filosas se frenan en este caso, y no se atreven a hacer juicios temerarios, pues ni el señor cura ni Lola han dado causa nunca de que se piense mal. Nadie ha sorprendido nunca una mirada entre ellos; ni se les ha visto hablar a solas; ni el sacerdote la visita en su casa. La cosa no es por ahí. Entonces ¿por qué Lola Fernández no se casó jamás? La gente la ve pasar con paso firme por la calle, camino de la iglesia o del mercado, altiva, dueña de sí misma, con su aire enérgico de dominación. Y mira a la joven criadita que la acompaña siempre, muchacha de una belleza fina y delicada, que no levanta la vista cuando va con ella, como si algo la avergonzara; tímida, callada, igual que si guardara un secreto que sólo en el confesonario se puede revelar. FIN.
MIRADOR
Flor hermosa en verdad es la magnolia. Aun el severo diccionario de la Academia cobra tonos inusitados de poesía al hacer su descripción: «. Flores hermosas, solitarias, muy blancas, de olor intenso y agradable.».
A mí me trae recuerdos gratos. En el traspatio de la casona antigua donde vivía un compañero de mi niñez crecía un árbol de magnolia en cuyas flores creía yo mirar estrellas. Pensaba que si cortaba una mis manos se inundarían de luz.
He aquí que tengo unos sobrinos queridísimos. Él se llama Alberto Fuentes Garza y el nombre de ella es Martha Chavarría Múzquiz, pero para nosotros son Betito y Marthita. Con Betito subí en los años de la juventud todas las montañas que rodean a Saltillo. Marthita, su esposa, fue hermana de Carlos, inolvidable amigo, cantor de clara voz y sentimientos hondos con quien compartí innumerables noches de bohemia.
A Marthita el buen Dios le concedió el don de la línea y el color. Es gran pintora; sus cuadros tienen la luz que ella lleva en su interior. Este domingo nos regaló a mi mujer y a mí un precioso cuadro de magnolias, «hermosas, solitarias y muy blancas». Me acerco al cuadro y percibo «un olor intenso y agradable». Es el aroma que despide la belleza.
¡Hasta mañana!…