De política y cosas peores

Armando Fuentes

16/09/15

Himenia Camafría, madura señorita soltera, enrojeció hasta la raíz de los cabellos cuando el señor Cucurulo, que la visitó esa tarde, le dijo después de tomarse dos o tres copitas de vermú: «¿Me permite usted, amable señorita, que le toque el pan de la vida?». La púdica doncella acertó apenas a contestar: «Me sorprende usted, amigo mío. Francamente no sé qué decir». «No diga nada -replicó el señor Cucurulo-. Sólo recárguese en el sillón, cierre los ojos, afloje el cuerpo y déjeme hacer a mí». Obedeció la señorita Camafría, incluso en eso de aflojar el cuerpo Y entonces escuchó a su visitante tocar en su organillo de boca -así decía él- la popular pieza cuya letra dice: «Amor es el pan de la vida» etcétera. Moisés le comentó a Abraham: «Tengo un hijo invertido». «¿De veras? -se interesó Abraham-. ¿A qué interés?». Los recién casados llegaron al hotel donde pasarían su noche de bodas, y se les asignó la suite nupcial. El botones vio el número de la tarjeta y dijo: «Ah sí, la suite del Cascanueces». Un pavo le dijo a otro: «Se acerca ya la Navidad. Desde mañana me pondré a dieta: he observado que sólo se llevan a los pavos gordos». Capronio, sujeto ruin y majadero, pasó con su señora frente al cine que exhibía un filme de aventuras llamado «La bestia peluda». «A propósito -le preguntó a su mujer-. ¿Qué noticias tienes de tu mamá?». Comentó un señor: «Anoche mi esposa y yo logramos la plena compatibilidad sexual. A los dos nos dolió la cabeza». El 7 de septiembre de 1839 tuvo lugar en la Ciudad de México una corrida de toros organizada por el gobierno de don Anastasio Bustamante a fin de recaudar fondos para celebrar dignamente las fiestas de la Independencia (aunque tampoco iba a haber cena). A la llegada del presidente una banda de música lo saludó interpretando la marcha italiana «Guerra, guerra, I bellici trombi», pues aún no había himno nacional. Antes de la lidia se llevó a cabo un lucidísimo espectáculo llamado «El triunfo de la Independencia». Una bella muchacha que representaba a la Patria fue puesta en cadenas por un grupo de españoles. Llegó una tropa de mexicanos y luchó contra ellos hasta arrebatarles a «la América». Terminada la batalla los combatientes de ambos bandos se abrazaron. La muchacha entonces montó en un brioso corcel y lo hizo dar un portentoso salto para ponerse sobre un pedestal de dos varas de altura (un metro y medio, más o menos). Desde ahí, en el centro del ruedo, la hermosa joven ondeó la bandera nacional entre los vítores de la concurrencia. Seguidamente la empresa soltó un gran globo aerostático que se elevó majestuosamente llevando los retratos del Padre Hidalgo y don Agustín de Iturbide, «acompañados por los genios de la Libertad, la Independencia y la Unión». Como se ve, en ese tiempo aún se reconocía a Iturbide como el consumador de la independencia nacional. Después vendría ese gran tejido de mentiras que es el relato oficialista de nuestro pasado histórico, hecho a la medida del interés de los Estados Unidos. Ahí se originó el llamado «basurero de la historia», en el cual están todos aquellos que de una manera u otra se opusieron al afán de dominación del país vecino: Iturbide; Maximiliano, Miramón y Mejía, con todos los conservadores; don Porfirio Díaz, y un largo etcétera de «villanos» condenados a la infamia o al olvido. Los mitos patrios son valiosos, pero las mentiras no. Acerquémonos más a la verdad de México, y hagamos justicia a aquéllos cuyo nombre ha sido mancillado por la falsedad. Ésa no es sólo tarea de honestidad intelectual: es igualmente obra de bien. Creo que estuve demasiado solemne en esa parrafada. Lo único que me faltó fue dar el Grito. Lo lanzaré cuando me llegue el recibo de la luz. Mientras tanto narraré un chascarrillo final y luego haré un discreto mutis. Nalgarina Granderriére, vedette de moda, lo contó a una compañera que la noche anterior un individuo le salió al paso en un oscuro callejón y le puso una daga en el cuello al tiempo que le decía con tono amenazante: «¿Cuál prefieres? ¿Ésta o ésta?». «¡Qué barbaridad! -se consternó la amiga-. Y ¿qué hiciste?». «¡Pendeja! -se enojó Nalgarina-. ¿Me ves alguna herida?». FIN.

MIRADOR

San Virila tenía una mulita.
¡Cómo quería a su mulita San Virila! Lo primero que hacía en la mañana, después de persignarse, era ir al establo a ver cómo había amanecido el animalito. Luego iba a la capilla al rezo de maitines, y daba gracias a Dios por la salud de la bestezuela.
Mansa y sumisa era la mula, al contrario de casi todas las de su familia. Se diría que copiaba las virtudes del buen fraile. Cuando Virila iba a montar en ella se agachaba para que el santo pudiera subir a su lomo sin dificultad. En el pueblo dejaba que los niños le tiraran de las orejas y la cola. Sólo piafaba, hosca, cuando pasaba a su lado el preboste de la aldea, hombre soberbio que despreciaba por su pobreza a San Virila.
Un día murió la mulita a causa de sus muchos años. San Virila se entristeció tanto que sus hermanos pensaron que iba a morir también. Pero bien pronto regresó a él la alegría del que cree en la vida eterna. Decía entonces: «Quiero irme al Cielo para ver a mi mulita. Y también, claro, para estar con el Señor».
¡Hasta mañana!…

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