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De política y cosas peores
«¡Pero si te vi con mis propios ojos, desgraciado!». Tal fue la sonorosa frase que le espetó doña Macalota a su casquivano esposo don Chinguetas. Lo había visto en el centro comercial caminando muy orondo del bracete de una mujer pintada como coche y vestida con un atuendo que no dejaba duda acerca de su condición moral. Don Chinguetas lo negó todo. Cuando su encrespada cónyuge le dijo aquello de que lo había visto con sus propios ojos respondió con aire de ofendido: «¿Y les crees más a tus ojos que a mí?». Dicho sea de paso, doña Macalota no incurrió en yerro de gramática al usar esa expresión: «con mis propios ojos». En este caso la palabra «propios» es un adjetivo de refuerzo de posesivo, y su empleo es correcto. En la euforia del poder recién adquirido la Secretaria de la Función Pública dijo que los salarios del mercado, o sea de los particulares, tendrían que ajustarse conforme a una nueva moral, como sucedió ya con los salarios públicos. Luego negó haber dicho semejante despropósito. Sucede, sin embargo, que sus palabras no sólo fueron oídas por numerosos senadores, sino además quedaron grabadas en registros electrónicos para perpetua memoria. Aun así la dicha Secretaria dice ahora que su declaración es «un fake news». Eso equivale a preguntar: «¿Y les creen más a sus oídos que a mí?». El nuevo régimen está resultando rico en dislates de ésos que luego hay que enmendar. Bueno será que tanto el morenista mayor como sus adláteres se encomienden cada día a San Ramón Nonato, celestial patrono del silencio. En las imágenes antiguas ese santo aparece con un candado en la boca, el que le pusieron los moros para que ya no hablara tanto. La oración que le deben rezar los nuevos dueños del poder es muy sencilla: «San Ramón, ponme un tapón». Yo la digo con frecuencia, pero el buen santo no me escucha ni siquiera con sus propios oídos. Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, les contó a sus amistades: «Mi marido y yo fuimos a Flórida -así pronunció: Flórida- y estuvimos en una ciudad de nombre Kote». La corrigió su esposo, don Sinople: «Tampa, mujer, Tampa». Himenia Camafría, madura señorita soltera, acudió ante el guardia de seguridad de la sala cinematográfica y le dijo: «El hombre sentado al lado mío me está molestando». Quiso saber el guardia: «¿Qué le está haciendo?». «Nada -respondió con enojo la señorita Himenia-. Eso es lo que me está molestando». Don Gerolano y doña Pacianita contrajeron matrimonio. Él tenía 92 años de edad; 90 ella». La noche de las nupcias el provecto novio le tomó la mano a su flamante esposa. Lo mismo sucedió la segunda noche, y la tercera. Cuando la cuarta noche él le volvió a tomar la mano doña Pacianita le pidió: «Por favor, Gero, contente. Tanto sexo me tiene ya agotada». Nalgarina, vedette de moda, le contó muy indignada a su compañera Tetonia: «Un majadero individuo me ofreció pagarme 10 mil pesos si me acostaba con él». «¿De veras? -se interesó Tetonia-. ¿Y qué hiciste con el dinero?». Don Poseidón, granjero acomodado, y su esposa doña Holofernes se consternaron al saber que su hijo mayor había embarazado a una muchacha del pueblo. A fin de restituirle el honor a la afectada tuvieron que pagar a sus padres una buena suma de dinero por concepto de indemnización. Lo mismo sucedió meses después con los otros dos hijos varones: ambos embarazaron a sendas chicas de la localidad, y otra vez don Poseidón y doña Holofernes se vieron en la precisión de liquidar nuevas compensaciones monetarias. Pasó algún tiempo, y ahora fue la hija del matrimonio la que salió embarazada. «¡Vaya! -exclamó, feliz, don Poseidón-. ¡Por fin nos toca cobrar a nosotros!». FIN.