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De política y cosas peores


13/12/2018 – El niñito le preguntó a su padre: «¿Verdad, papi, que Santoclós tiene barba blanca y lleva un traje rojo?». «Así es, hijito» -respondió el papá. El pequeñuelo se volvió entonces hacia su nerviosa madre. «¿Lo ves, mami? Te digo que el señor que está en tu clóset no es Santoclós». En presencia de su mamá y de su abuelita Pepito rezó sus oraciones de la noche, pero lo hizo gritando a voz en cuello: «¡Niñito Dios! ¡Esta Navidad tráeme una tablet!». La mamá le indicó: «No grites así. El Niño Dios no es sordo». «Ya lo sé -replicó Pepito-. Pero la abuela sí». Santa bajó por la chimenea de la casa, y en el diván de la sala vio a una linda chica que dormía sin más cobertura que un vaporoso negligé cuya transparencia dejaba a la vista todos sus encantos. «¡Caramba! -pensó Santa preocupado después de un rato de contemplación-. Ahora no voy a poder salir por la chimenea». (No le entendí). Estos días los paso con mi señora -es decir con mi dueña- en el Potrero de Ábrego. Ella trabajó todo el año a fin de mantener en servicio el comedor para niños campesinos que sostiene ahí y que se llama «Jesús María» en memoria de sus padres, don Jesús de la Peña y doña María Valdez, segundos padres míos. Vivieron en el Potrero; por ellos el Potrero vive en nosotros. La Nochebuena la celebramos en familia en nuestra casa de Saltillo. Rezamos el rosario y cantamos antiguos villancicos. Luego cenamos la riquísima cena de la Navidad -«Cuando Cristo, Cristo, y cuando pisto, pisto», dijo una vez Santa Teresa-, y damos y recibimos los regalos. Hacemos luego el recuerdo de los que ya se fueron. Nos despedimos con abrazos y buenos deseos. Después de un tranquilo sueño -¡ah, ese vinillo!- amanece el día 25. En el almuerzo gozamos el recalentado, los sabrosos «quedos» de la noche anterior, y en seguida emprendemos el camino hacia el Potrero. En este tiempo hace frío en la montaña. A veces la sierra está nevada; nos detenemos a tomar fotografías. Vamos juntos mi mujer y yo, bien abrigados. Así, no tenemos frío ni en el cuerpo ni en el alma. Llegamos al Potrero. La gente nos espera ya. El cielo es claro, radiante la luz del día y amigable el vientecillo que baja del pico de Las Ánimas. Llevamos piñatas, juguetes y -contra la opinión de la nutrióloga del comedor- dulces para los niños. La chiquillería da buena cuenta de las piñatas. «Dale, dale, dale; no pierdas el tino; mide la distancia que hay en el camino. Dale, dale, dale; dale, ¡ya le dio! Quítate la venda porque sigo yo». Cada piñata tiene siete picos que representan a los pecados capitales. Esas teologías no las conocen los pequeños, pero se alegran cuando cae uno y lo usan luego de cucurucho para llevar los dulces, cacahuates y naranjas que caen como fruto prometido. Sigue después la comida para todo el rancho y luego, ya en la casa, el té de yerbanís o menta con la buena gente que nos cuida allá. Ahora es de noche. Cenamos la sobria cena frente a la lumbre que arde en el fogón de la cocina. Acaba un día más de Dios. «Mañana será otro día», solía decir mi padre. Nos vamos a la cama. Mi esposa tiende las sábanas, perfumadas por los membrillos y manzanas que puso en el baúl para aromarlas, y pone las cobijas saltilleras de lana y lana que pesan mucho pero calientan más. Apagamos la lámpara y nos dormimos en la paz de Dios. Yo quise hacer una oración de gracias y dedicar un pensamiento a los que no tienen nada de todo esto, pero me venció el sueño. Siempre hay algo que me vence cuando siento el impulso de dar gracias a Dios e ir hacia mi prójimo. Bien decía mi padre, sin embargo: mañana será otro día. FIN.

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