27/11/2018 – «Nadie salga de aquí. El collar de esmeraldas de mi esposa ha desaparecido». Esa frase como de novela policíaca hizo que todos los invitados a la cena se paralizaran. Poco antes la señora de la casa les había hablado a sus amigas de la preciosa joya que su marido le había regalado en su cumpleaños. Ellas pidieron verla. Subió la anfitriona a su recámara para traerla y halló abierto el cajón de su tocador y vacío el estuche donde el collar venía. «Perdonen, amigos míos, pero esa prenda es de alto precio y no puede desaparecer así como así. Alguien que está entre nosotros la tomó, y debe entregarla antes de que se le descubra. Voy a apagar las luces de la sala, de modo que todo quedará completamente a oscuras. La persona que tomó el collar puede ponerlo sobre la mesa de centro y regresar a su sitio. No sabremos quién fue; ninguna averiguación se hará, y este desagradable incidente quedará zanjado». Ahora el suceso iba tomando cariz de película inglesa. Procedió el señor, en efecto, a dejar en tinieblas la amplia sala. Los invitados, en profundo silencio, aguzaron el oído por si se oían pasos. No se escuchó nada. Pasaron dos minutos que parecieron dos eternidades. El jefe de la casa volvió a encender la luz. Sobre la mesa no había nada. Dijo: «Lo siento, señores y señoras. Tendré que recurrir entonces a un penoso extremo. Pido a mi amigo don Ernesto, que está por encima de toda sospecha, que catee a los caballeros, y ruego a su señora esposa que revise los bolsos de las damas. Por favor, nadie se oponga a esta revisión. El collar tiene que aparecer». Un murmullo de enojo se levantó entre los invitados, pero nadie objetó la medida. En eso la señora se inclinó sobre su marido. «Un momento -pidió el hombre-. Mi esposa acaba de informarme algo que posiblemente aclarará esta cuestión». Se volvió hacia una de las invitadas y le preguntó con voz severa: «Señora: ¿subió usted al segundo piso y entró a nuestra alcoba?». «S-sí -balbuceó la interrogada, empalideciendo-. Subí porque iba al baño de invitados y Carola me dijo: Está ocupado, pero con toda confianza ve arriba y usa el de mi recámara . Lo hice, pero yo no tomé nada». Habló el anfitrión: «¿Me permite revisar su bolsa?». «Hágalo». En medio del suspenso de los asistentes abrió la bolsa y miró en su interior. «Aquí está el collar», dijo. Y lo sacó. La mujer se demudó: «No sé. Les juro. Alguien.». Todas las miradas se clavaron en ella. Los invitados la veían con desprecio. Se escuchaban preguntas en voz baja: «¿La conoces?». «¿Quién es?». Dijo el marido: «Señora: no llamaré a la policía para evitar un escándalo en mi casa. Pero haga usted el favor de salir de aquí inmediatamente». La mujer, abochornada, tomó su bolso y se dirigió a la puerta. «Espera -la detuvo doña Carola-. No sé si recuerdes algo que sucedió cuando estuvimos juntas en la escuela. Tú eras rica, yo pobre. Se te perdió tu pluma Parker, aquella de lujo que te regaló tu padre, y me culpaste a mí. Dijiste que te la había robado. Me avergonzaste delante de nuestras compañeras. La maestra me echó del salón. El director llamó a mis papás, que debieron pasar también esa vergüenza. Después apareció la pluma: la habías dejado en tu casa. Pero el daño que me hiciste ya estaba hecho. Y ni siquiera te disculpaste nunca. Ahora las cosas han cambiado: a mí me ha ido bien, a ti no tanto, y quise que sintieras lo mismo que me hiciste sentir aquella vez. Por eso puse el collar en tu bolsa. Y ahora, como dijo mi esposo, haz el favor de salir de aquí». ¿Verdad que este relato no parece ya de novela policíaca o de film inglés? Es una historia de maldad y de rencor. Parece más bien de la vida real. FIN.