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De política y cosas peores
20/11/2018 – Mis historias de amor eterno, Armando, solían durar a lo más algunos meses. No sé si has observado que en nuestro idioma, e igualmente en muchas otras lenguas, las palabras que designan las cosas más grandes son las más pequeñas. ¿Quieres ejemplos? Dios, pan, vida, amor. Y sexo, desde luego. Más breve aún que la palabra amor solían ser mis amores. En el Potrero, el rancho de nuestra familia, las mujeres tienen en botecitos de hojalata una pequeña planta cuya flor abre sólo unos cuantos minutos en el día. Se llama «amor de un rato». Mis amores no eran así, de un rato, pero duraban apenas lo suficiente para merecer llamarse amor. Y una cosa he de decirte, no sé si en alabanza mía o de las mujeres a las que amé: mi relación con ellas siempre acabó bien. Después de la tempestad de la pasión venía la calma de la despedida, y en ella jamás hubo llantos o recriminaciones. No sólo nos dábamos el adiós: también nos dábamos las gracias. Quedábamos como buenos amigos, y aun de vez en cuando volvíamos a encontrarnos para un gratísimo «remember». Toda esta introducción, sobrino, le sirve a tu tío Felipe para contarte un raro episodio de su vida. Cierto día me llamó por teléfono una de mis antiguas novias y me dijo que quería hablar conmigo. El asunto era urgente, añadió. Nos vimos en el cafecito donde tuvimos nuestras primeras citas, y aun antes de que nos sirvieran el café me dijo de sopetón: «Estoy embarazada». Había tenido un acostón -usó esa palabra- con un tipo al que casi no conocía, y la aventura tuvo efecto. «Tú tienes experiencia en estas cosas -añadió-. Seguramente has de saber de alguna clínica donde.». La verdad es que yo no sabía de ninguna clínica donde… Le pedí que me diera un par de días para averiguarlo. En mi interior, sin embargo, me disgustaba la idea. No soy un moralista, tú lo sabes, pero pensé que debía haber otra solución para el problema de mi amiga. Ahí mismo en el café me vino a la mente una. Otra ex novia mía se había casado, y después de cinco años de matrimonio no había tenido hijos. Al parecer su esposo era estéril. Esa misma noche hablé con ellos y les dije que había la posibilidad de que adoptaran un niño o una niña. Los dos se entusiasmaron. «Tendrán que esperar un tiempo». «El que sea». «Habrá que cubrir algunos gastos» «El dinero no importa». Al día siguiente hablé con la futura madre. Le dije lo de la adopción, sin mencionarle, claro, quiénes serían los padres adoptivos. Ella se iría a otra ciudad -por motivos de trabajo, explicaría-; se le daría cada mes el sueldo que ganaba, más todos los gastos del embarazo y el parto. Haría feliz a una pareja. Su acostón, después de todo, daría un fruto bueno. Me sorprendió cuando aceptó sin dudar mi ofrecimiento. Las cosas sucedieron en la mejor forma posible. Tuvo a la criatura -fue un niño-; después de algunos días me lo entregó y yo, mensajero de la felicidad, lo puse en brazos de su nueva madre. Las dos mamás me abrazaron llorando; una al darme a su hijo, la otra al recibir de mí a su hijo. Después de todos estos años lo encuentro a veces, y me da gusto verlo. Es un muchacho bien plantado, inteligente, serio, que adora a sus papás aunque sabe que no son sus padres biológicos. «Los hijos no se tienen con la entrepierna -dice-. Se tienen con el corazón». Ahora déjame hacerte una pregunta, Armando. ¿Sabes cómo se llama ese muchacho? Me dirás que seguramente lleva el nombre de su padre. Pues resulta que no. Su padre se llama Luis, y el niño se llama Felipe. Le pusieron mi nombre, ¿puedes creerlo? Soy entonces también un poco su papá. Efectivamente: los hijos no se tienen con la entrepierna. FIN.