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De política y cosas peores
16/11/2018 – No sabes hacer el amor» -le dijo el marido a su mujer. Días después llegó a su casa y la encontró en el lecho conyugal con un desconocido. «¿Qué haces?» -le preguntó furioso. «Aquí -contestó ella-, buscando una segunda opinión». La señorita Peripalda les contó a los niños del catecismo que entre todos los santos del Cielo los que llevan las aureolas más grandes son las vírgenes y los mártires. Pepito, como de costumbre, estaba papando moscas. «A ver, niño -le preguntó de súbito la catequista-. ¿Cuáles son los santos que llevan las aureolas más grandes?». Aventuró Pepito, cauteloso: «¿Los más cabezones?». «Tengo cinco hijos -declaró la señora en una fiesta-. Dos de mi primer marido y dos del segundo». Alguien quiso saber: «¿Y el otro?». Respondió con orgullo la señora: «Ése lo hice yo solita». «Si todo pudiera decirse con palabras la pintura no tendría razón de ser». La frase es de Edward Hopper (1882-1967), norteamericano, uno de los más grandes pintores de nuestra época. En sus telas plasmó el silencio, la soledad, el sentimiento de vacío que hay en algunas vidas, en la vida. Hopper estuvo en mi ciudad en la década de los cuarentas del pasado siglo. Se hospedó en el Hotel Arizpe, por la calle de Victoria, y desde la azotea de la finca pintó el paisaje urbano de Saltillo. No hay en esos cuadros presencia humana alguna. Tal se diría que los habitantes de la ciudad salieron de ella para que el artista pudiera trabajar sin otra compañía que la de sí mismo. Los muros y techos de los edificios, las montañas que en la lejanía se ven dan idea de un sitio inmóvil en el espacio y en el tiempo. La obra que Hopper realizó en Saltillo, y que se mira ahora en los más importantes museos del país vecino, es evidencia clara de su sensibilidad y de su oficio, de su genio. El pasado martes acudí a la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la UANL, en Monterrey, a una reunión con motivo de los 100 años de existencia del periódico «El Porvenir». Me invitó José Luis Esquivel, maestro generoso de quien tantas buenas lecciones de periodismo y amistad he recibido. Al final del encuentro una amabilísima lectora, Maricela Gámez Elizondo, me obsequió una serie de reproducciones de los cuadros que en Saltillo pintó Hopper. En ellos se ven algunas de las casas antañonas de aquella calle de Victoria, la más señorial de la ciudad; se miran la colorida cúpula del templo de San Esteban y la del Teatro «García Carrillo»; se divisa el alto campanario de la Catedral. Y está, claro, la conocida estampa del Cinema Palacio, bella edificación que de seguro atrajo la atención del pintor por su elegante estilo art déco. Entre los muchos blasones que a mi ciudad enorgullecen está el de haber servido de inspiración a un artista de la talla de Hopper. Agradezco el bello presente que me hizo Maricela de esas imágenes de mi ciudad. Es como si me hubiera obsequiado el retrato de la mujer amada. El jefe de la Guardia Nacional de cierta república centroamericana llamó al presidente de la República y le dijo: «Señor: nos invadieron miles de criaturas extraterrestres». «¡Oh! -exclamó el presidente, cuyo catálogo de interjecciones era limitado-. Y ¿qué están haciendo?». Respondió el otro: «Sobre eso hay dos noticias: una mala y una buena. La mala es que comen políticos. La buena es que mean gasolina». «Acúsome, padre, de que anoche le acaricié el busto a mi novia». Así le dijo en el confesonario el joven Simpliciano al padre Arsilio. Inquirió el sacerdote: «¿Se lo acariciaste por encima de la ropa o por abajo?». «Por encima» -precisó el muchacho. «Pendejo -replicó el confesor-. Se lo hubieras acariciado por abajo. La penitencia es la misma». FIN.