De política y cosas peores

6/11/2018 – «Éstos eran dos amigos.». Así empiezan algunos corridos mexicanos. Mi relato también comienza así: «Éstos eran dos amigos». Para efectos de la narración a uno lo llamaré A y al otro B, aunque eso suene a ecuación de álgebra. No es algebraica la ecuación: es de la vida. Tú sabes bien, Armando, que no tengo talento para las matemáticas. Tu tío Felipe, o sea yo, es hombre de cuentos, no de cuentas. Y menos talento tengo aun para la vida, que es más difícil que las matemáticas. Éstas son ciencia exacta: a cada problema corresponde una única solución correcta. Todas las demás son falsas. 2 más 2 son 4. Punto. En cambio la vida es inexacta. Sus problemas son tan complicados que admiten varias soluciones, y a veces ninguna. La belleza de las matemáticas consiste en su exactitud. En eso estriba también la belleza de la música de Bach, una serie de perfectas ecuaciones. La belleza de la vida, en cambio, radica en su inexactitud. Permíteme aquí, sobrino, hacer una paráfrasis de la célebre frase de Pascal, y decir que el corazón tiene sinrazones que la razón no conoce. Pero advierto que ya ando por los cerros de Úbeda, como antes se decía para significar que alguien perdió el hilo del relato. Lo recobro y te digo que uno de aquellos dos amigos era yo. No te diré si era el amigo A o el amigo B. Eso tendrás que adivinarlo tú. Los dos eran inseparables. Se conocieron desde niños; juntos cursaron desde el jardín de niños hasta la profesional. No sólo habrían dado la vida el uno por el otro: habrían dado incluso la bicicleta o los patines, y después la moto o el coche. Pero llegó el día -el día siempre llega- en que algo sucedió. Algo sucede siempre. En este caso sucedió que el amigo A se enamoró de una lindísima muchacha y la hizo su novia con el propósito de hacerla después su esposa. Orgulloso la presentó al amigo B. Los novios lo invitaban con frecuencia a acompañarlos. «No quiero hacer mal tercio» -decía el amigo B. Pero ambos insistían en que fuera con ellos a tal o cual fiesta, o a cenar. Una noche pasó algo que anunció lo que después iba a pasar. Estaban los tres en un restorán, y el amigo A se levantó de la mesa para ir al baño. Entonces el amigo B, que se había tomado varios tequilas dobles, le tomó la mano a la muchacha. Ella no la retiró, y dejó que él se la besara, primero en el dorso, caballerosamente, y luego en la palma y la punta de los dedos, ya no tan caballerosamente. Ahí tienes, sobrino, el primer término de la ecuación que tendrás que resolver. Por esos días el amigo A, es decir el novio de la futura esposa, hubo de salir al extranjero a cursar una maestría. Tanta confianza le tenía a su amigo que le encargó a su novia. Le pidió que estuviera pendiente de ella; que la distrajera de modo que no extrañara tanto su ausencia. Y vaya que la distrajo el tal amigo B. Y ella se dejó distraer. Cuando estaban juntos donde no debían estar los dos mostraban arrepentimiento, pero al día siguiente se olvidaban del ausente y se juntaban otra vez. Ella decía: «Él tiene la culpa, por irse tanto tiempo». Se decía él: «Yo tengo la culpa, pero..». Y en ese feliz «pero» se quedaba, en esa feliz culpa. Volvió el amigo A y se casó con su novia. El amigo B fue su padrino. A su regreso de la luna de miel los recién casados invitaron al amigo B a cenar en su casa. Cuando el amigo A se levantó a contestar una llamada telefónica el amigo B quiso tomarle otra vez la mano a la muchacha. Ella la retiró y le dijo: «Ya no». Nunca volvieron a estar juntos. Ahora dime, Armando, tú que me conoces bien: ¿fui yo el amigo A o el amigo B? Ahí te dejo esa ecuación de vida para que la resuelvas. FIN.

MIRADOR

Me habría gustado conocer a don Francisco Elías.
Era hombre rico, el principal comerciante de su pueblo. Enviudó joven y no volvió a tomar estado. Católico tradicional, jamás faltaba a misa los domingos. Comulgaba siempre, y cuando se rezaba el padrenuestro tomaba por las manos a los fieles que tenía al lado.
Ayudaba con generosidad al párroco a costear los gastos de la iglesia. Él fue quien regaló el nuevo órgano. Tenía becados a tres seminaristas.
Cierto día se suicidó una jovencita a quien su novio, después de embarazarla, la dejó. Los padres de la infeliz muchacha, atribulados, le rogaron al cura que oficiara la misa de difuntos de su hija. Él se negó. Era una suicida, les dijo. Su cadáver ni siquiera podía entrar al templo.
Don Francisco supo eso y fue a hablar con el sacerdote. Le pidió que recibiera a la muerta y le hiciera las honras fúnebres. En primer lugar, le dijo, quizá se arrepintió en el último instante de su vida. En segundo lugar, si no la recibía él suspendería de inmediato la ayuda que le daba para el templo. El cura ofició la misa.
Me habría gustado conocer a don Francisco Elías. Sabía que no sabemos nada de nuestro prójimo, pero que todo lo podemos saber en el amor.
¡Hasta mañana!…

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