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De política y cosas peores


30/10/2018 – El niño se llama Herminio, pero le dicen Her. Su padre lleva el mismo nombre. A él todos le dicen don Herminio, primero porque ya es señor grande, luego -sobre todo- porque es señor muy rico. La mamá del niño, doña Adela, también es ya de edad. Y tiene una hermana el niño: Ade. Todo mundo cree que se llama Adela, como su madre, pero no: su nombre es Adelaida. Cuando nació la niña don Herminio quería que se llamara Adela, igual que su mujer, pero a la señora nunca le gustó su nombre porque se lo pusieron en memoria de una tía que murió de tuberculosis siendo joven, y a doña Adela le mortificaba llevar el mismo nombre de la muerta. No quiso, pues, que su hija se llamara igual. Después de mucho discutir su marido y ella llegaron al acuerdo de ponerle: Adelaida. Tanto podía llamarse Adela, porque le decían Ade. Doña Adela y don Herminio la tuvieron al año de casados, y luego no volvieron ya a tener familia, quién sabe por qué. Pasaron los años, y un buen día la señora salió con la peregrina novedad de que estaba embarazada. Dio el santanazo, como se decía antes cuando una señora se embarazaba y daba a luz ya grande. Aquella noticia fue en el pueblo una tremenda sensación. Todos hablaban de doña Adela. Sus amigas le decían por lo bajo, riendo: «Ay, mujer. A tu edad y todavía haciendo cosas». Los amigos de don Herminio le decían en la cantina, y no tan por lo bajo: «¡Viejo verriondo!». A Adelaida, la hija del matrimonio, aquello le dio tanta vergüenza que les pidió a sus padres que la llevaran al internado que las Guadalupanas tenían en la capital, pues no soportaba las chocarrerías de la gente. Doña Adela, que estaba «en dulce espera», eufemismo para significar que estaba preñada, dejó de salir de su casa. Debía guardar reposo, por lo delicado de su salud. Sólo iba a misa de alba. Con amplios blusones trataba de disimular su embarazo. Cuando se aproximó la fecha en que debía dar a luz, el médico de la familia, amigo desde la juventud de don Herminio, y su compadre, aconsejó que doña Adela se aliviara en una clínica de la ciudad, pues si el embarazo había sido difícil el parto lo sería también, tomando en cuenta la edad de su comadre. Así se hizo. Un mes después los esposos regresaron al pueblo con el recién nacido, un niño hermoso. Todas las amistades de la feliz pareja fueron a conocer a la criatura. Terminado el año escolar volvió también Adelaida, y lo que antes fue para ella causa de vergüenza se convirtió en motivo de alegría. Estaba feliz con su hermanito, y se angustiaba aún más que su madre cuando el pequeño lloraba por algo. Don Herminio recibía de buen grado las felicitaciones de sus amigos, y soportaba con resignación sus bromas. El médico decía, travieso: «El niño goza de cabal salud. Y también el papá y la mamá». Ahora veamos. ¿Qué hace Martina, la fiel sirvienta de la casa? Va al corral. Lleva consigo un envoltorio. De él saca unas como almohadillas; pequeñas unas, más crecidas otras. Puestas bajo la ropa sobre el vientre de una mujer esas almohadillas podrían hacer pensar que esa mujer está embarazada. Martina les prende fuego y espera ahí hasta que se consumen entre las llamas. Regresemos ahora a la casa. En su despacho don Herminio bebe una copa con el doctor de la familia. Le dice: «Muchas gracias, compadre». Responde el médico: «¿De qué, compadre?». «Usted sabe de qué». En la tertulia de los jueves las señoras siguen comentando que su amiga Ade dio el santanazo. La criada Martina platica en la tienda que Adelaida no se separa nunca de su hermanito; que lo lleva siempre en brazos como si la criatura fuera un muñequito y ella una niña todavía. Vieran qué bonito. FIN.

MIRADOR.

En el Potrero se habla todavía de Leonardo el bandido.
Cuando era niño su padre no lo quería como a su hermano mayor. Decía que éste se parecía a él, y el otro no. Cuando se emborrachaba golpeaba a su mujer.
El día que cumplió 16 años Leonardo se fue de su casa y se juntó con una banda de asaltantes. Robaban a los viajeros; les quitaban su carga a los arrieros y la vendían en el Saltillo o en Santiago.
Los ladrones bebían; jugaban a las cartas; andaban con mujeres. Leonardo no. Guardaba -sólo él sabía dónde- la parte que le tocaba de los robos. Un día llegó al Potrero, buscó a su padre y le puso a los pies una talega llena de monedas de oro y plata. El viejo ni siquiera la vio. Le dijo al muchacho: «De ti no quiero nada».
Al día siguiente unos leñadores encontraron a Leonardo muerto. Se había colgado de un encino. Toda la gente del rancho fue al entierro. Su padre no. Se quedó en su casa bebiendo.
De esto han pasado muchos años. Y en el Potrero se habla todavía de Leonardo el bandido.
¡Hasta mañana!…

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