De política y cosas peores

25/10/2018 –  El Príncipe Azul le dio un beso en los labios a la Bella Durmiente. Ella abrió los ojos y sonrió. «Ahora -le anunció el príncipe-, te voy a despertar las bubis». Sonó el timbre en la puerta del departamento 12. Abrió el dueño y vio frente a sí a un individuo de traza misteriosa que vestía gabardina de hule color caqui con cuyas solapas se tapaba el rostro, y que se cubría con un sombrero tipo fedora, como los que usaban Humphrey Bogart y Peter Lorre en sus películas. El extraño sujeto dijo en voz baja con misterioso acento: «Los cerezos de otoño han florecido ya». Respondió el otro: «El espía vive en el 14». Doña Jodoncia, la fiera esposa de don Martiriano, le avisó a su marido: «Voy a salir». El señorcito preguntó tímidamente: «¿A qué hora regresarás?». Replicó la tremenda mujer: «¡A la hora que se me dé la gana!». «Está bien -concedió don Martiriano-. Pero ni un minuto más tarde ¿eh?». Aquella señora de nombre Madanita era sumamente robusta y multiplicadamente entrada en carnes. Una tarde iba caminando por la calle. La temperatura era de 38 grados; caía un sol de plomo. Doña Madanita notó que un individuo la seguía muy de cerca, tanto que casi le pisaba los talones. «Deje de seguirme -le ordenó irritada- o llamaré a un policía». «No la estoy siguiendo, señora -se justificó el sujeto-. Estoy tratando de aprovechar la sombra». Mi padre falleció hace muchos años, pero en este momento lo estoy viendo. Lo miro con el oído pegado al aparato de radio, uno de aquéllos llamados «de catedral» porque tenían la vaga forma de una fachada de iglesia. De la bocina no salen más que ruidos extraños, truenos y silbidos. «Es la estética» -declarará, solemne, el tío Aurelio. Quiere decir «la estática». Mi papá está oyendo la trasmisión de un juego de beisbol de la Serie Mundial. De vez en cuando se escucha apenas, confusa, entrecortada, la voz de Buck Canel: «Bola. derecho. base.». Yo también quiero oír aquella maravilla que no se oye. Le pregunto a mi padre: «Papá: ¿qué está pasando?». Sin darme cuenta me he contagiado de la pasión que don Mariano Fuentes Flores sintió siempre por el rey de los deportes, pasión que nos heredó a sus hijos. Ahora estoy viendo en la televisión el grandioso espectáculo de la Gran Carpa. A mi lado mi padre mira el juego. Doy gracias al Misterio que preside todos los juegos de los hombres por devolverme a mi papá en estas noches de beisbol; por permitirme ser otra vez aquel niñito que preguntaba ansiosamente: «Papá: ¿qué está pasando?». El cliente llamó al mesero y se quejó: «Este filete sabe muy chistoso». Autorizó el camarero: «Pues con toda confianza ríase, caballero; ríase». Doña Panoplia de Altopedo, mujer de buena sociedad, puso un aviso en el periódico en el cual solicitaba una cocinera. Se presentó una, y doña Panoplia le preguntó: «¿Qué clase de cocina practica usted?». «De las dos clases» -respondió la mujer. La señora De Altopedo no entendió. Preguntó: «¿Cómo de las dos clases?». Explicó la solicitante: «Para que vuelvan los invitados y para que no vuelvan». Sherlock Holmes le dijo al doctor Watson su inseparable compañero (tanto que daban mucho qué decir): «Aquella mujer que ve usted allá acaba de dejar a su marido para irse con otro hombre. Su esposo es opiómano y heroinómano, poco dado a expansiones carnales. La señora, en cambio, es ardiente en el renglón del sexo. Le gusta en particular la posición llamada doggy style. Usa lencería atrevida y lee novelas eróticas». «By Jove! -exclamó asombrado el doctor-. ¿Cómo puede usted saber tantas cosas acerca de esa mujer con sólo verla?». «Elemental, mi querido Watson -respondió el genial detective-. Es mi esposa». FIN.

MIRADOR.

El viejo pino ha muerto.
Lo conozco desde que él era joven y yo niño. Crecimos juntos: él en medio del valle; en medio de la vida yo. Los dos supimos de vientos y de tempestades. Ambos oímos el canto de la vida: en él anidaron las aves; en mí hizo sus nidos el amor.
Ahora este árbol ya no es árbol. Es una sombra de árbol. Sus ramas secas parecen manos esqueléticas que se alzan al cielo para implorar la dádiva preciosa de un año más, de un día más, de un minuto más.
También mi tiempo se está yendo, pero yo no le pediré que se detenga o vuelva. Cuando llegue el final también levantaré las manos, pero para dar gracias por los años que he vivido al Señor que mide la existencia de los árboles y de los hombres.
Vendrá el leñador con su hacha y acheará abajo el pino. Yo no quiero recibir su leña. Ya le dije al leñador: «Llévatela tú». Si el viejo árbol ardiera en mi chimenea sus llamas serían como un reproche por estar yo aquí después de que él se fue.
¿Cuándo vendrá por mí el leñador?
¡Hasta mañana!…

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