26/09/2018 – Vamos a hacerlo de pie». El querindongo de Facilda Lasestas, mujer casada pero de cuerpo complaciente, quedó sorprendido al escuchar lo que la pecatriz le dijo en el cuarto 110 del popular Motel Kamagua. «¿De pie?» -le preguntó, extrañado. «Ya lo oíste -confirmó Facilda-. Y así lo haremos siempre de hoy en adelante: de pie». «¿Por qué?» -quiso saber el hombre. Explicó ella: «Mi marido se enteró de nuestra relación, y me hizo prometerle que no volvería a acostarme contigo». Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. En cierta ocasión su suegra le contó: «Cuando yo era joven posé para un cuadro llamado Eva y la serpiente «. «¿De veras, suegrita? -fingió interesarse el desgraciado-. Y ¿quién posó como Eva?». Afrodisio Pitongo, galán concupiscente, llevó a Dulcilí, muchacha ingenua, a un ameno prado al pie de la montaña. Ahí, sobre el césped, la hizo conocer por vez primera los deliquios del amor sensual. Terminado el bien cumplido trance Dulcilí se tendió de espaldas en la grama, ahíta y satisfecha, y luego comentó gustosa: «Tenía razón mi abuelo. Siempre dijo que se la pasa uno mejor en el campo que en la ciudad». A la prima Celia Rima, versificadora de ocasión, se le ocurrió un punzante epigrama a propósito de la renuncia que exigió el Papa -el Santo Padre, decía siempre mi tío Refugio, Caballero de Colón- a varios obispos acusados de haber encubierto a sacerdotes pederastas. Dice así la cuarteta de la prima: «Si se busca sin obstáculos, / y se aplica la receta, / quedarán en el planeta / muy pocas mitras y báculos». En efecto, raro será el obispo que en todo el mundo católico no haya tenido en su diócesis un caso de pederastia, terrible mal que aflige al actual Pontífice y está causando enormes daños a la Iglesia. Con todo y ser enérgicas, las medidas dictadas por Francisco son sólo como emplasto de borrajas que se pone sobre el cuerpo de quien padece una enfermedad final. Mi catolicismo no puede servir de ejemplo a nadie. Me apenaría presentarme ante el Padre Secondo, aquel santo sacerdote que me impartió la primera comunión, y más me avergonzaría verme delante de quienes me otorgaron el don precioso de la fe: mis padres; mi abuela Liberata; mis tías Crucita y Conchita, hermosas en su larga soltería y en su angélica piedad. Pero, indigno y todo, pienso que es mi deber de laico decir mi sermón. Y declaro que si yo fuera el Papa empezaría por ordenar que solamente los mayores de edad fuesen admitidos en los seminarios. Haría que el celibato religioso fuera voluntario, y permitiría que hubiera sacerdotes casados. Combatiría el antagonismo con que la mujer ha sido vista siempre en el ámbito eclesial, y propiciaría que hubiera mujeres sacerdotes, de modo que no se desperdiciara el grande y precioso caudal que ellas, la mejor mitad de la Iglesia, pueden aportar. Todo eso equivaldría a una verdadera reforma que, creo sinceramente, sacaría a la Iglesia de la crisis en que hoy se encuentra, la revitalizaría y la pondría en acuerdo con las enseñanzas de Jesús y con las más antiguas tradiciones de la Iglesia. Atrevidas parecen mis propuestas, ciertamente, pero mi fe y mi esperanza me dicen que llegará el tiempo en que serán cumplidas. No lo verán quizá ni mis tataranietos ni mis choznos. Alguien, sin embargo, lo verá. Don Chinguetas le prestó su automóvil a su esposa, doña Macalota, pues el de ella estaba en la agencia para revisión. Al regresar le dijo la señora: «Tu coche tiene algún problema. Se calienta inmediatamente y luego no funciona». La linda criadita de la casa escuchó aquello y comentó muy divertida: «¡Miren! ¡Qué cierto es eso de que todas las cosas se parecen a su dueño!». FIN.
MIRADOR.
El rey Cleto oyó hablar de fray Virila, de su fama de santidad y sus milagros.
Lo hizo llamar y le ordenó:
-Haz un milagro.
Respondió el frailecito:
-Ya todos los milagros están hechos. Los hizo nuestro padre Dios en los días de la creación.
El rey se molestó:
-Eso no importa. Yo quiero un milagro sólo para mí.
Suspiró San Virila, alzó su mano y Cleto quedó convertido en asno.
Los cortesanos fruncieron el ceño, pero el pueblo rió, divertido.
San Virila hizo otro movimiento y el monarca volvió a su ser natural.
Pasó algún tiempo, y al ver los actos del rey dijo el santo con tristeza:
-Debí dejarlo en el estado en que lo puse. Habría gobernado mejor.
¡Hasta mañana!…