15/09/2018 – «¿Me engañaste, Mesalina?». Esa pregunta le hizo don Leovigildo a su mujer. Su inquietud no carecía de fundamento. La pareja tenía seis hijos; tres niños y tres niñas. Todos seis eran bellos como ángeles: las niñas parecían muñequitas; los niños semejaban querubines. Pero llegó el séptimo y salió muy feo, feísimo, tanto que el médico que lo trajo al mundo le puso un crucifijo enfrente cuando lo vio, como hacían en las películas de Bela Lugosi quienes se topaban con el vampiro Drácula. Dicho sea de paso, por una extraña ironía de la vida -o de la muerte- el célebre actor que en las películas retrocedía espantado a la vista de un crucifico está sepultado, envuelto en su capa de Drácula, en el cementerio de la Santa Cruz, en Los Ángeles. Lugosi tuvo cinco esposas, y se le atribuyeron amores clandestinos con la sensual artista Clara Bow. O sea que el monstruo no era tan monstruoso. Advierto, sin embargo, que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. Don Leovigildo sospechó que su esposa lo había coronado, que era adúltera, pues todos sus hijos eran agraciados, y ninguna gracia poseía el último. Así, le preguntó solemne: «¿Me engañaste, Mesalina!». Clamó ella: «¡Te juro que esta vez no!». Jamás acabaré de agradecer a mis paisanos el cariño que me demostraron en la presentación en Saltillo de mi más reciente libro, «Teologías para ateos». Por principio de cuentas tardé casi media hora en llegar desde la puerta de la Feria Internacional del Libro de Coahuila hasta el sitio donde se haría la presentación, pues decenas de lectoras y lectores me detenían para pedir mi autógrafo o tomarse una foto conmigo. Luego, la sala en la cual presenté la obra se llenó a su máxima capacidad. Muchos asistentes debieron estar de pie en los corredores, y muchos más no pudieron ya entrar. Una sorpresa me esperaba que me emocionó: al terminar la presentación apareció de pronto un enorme pastel, y todo el público se levantó y me cantó Las Mañanitas con motivo de mis gozosos 80 años. La gente me llevó regalos, como en las funciones de beneficio del Teatro Tayita, y luego estuve largo tiempo firmando ejemplares del libro. Mis queridos coterráneos han hecho que sea yo profeta en mi tierra. Aquí y ahora les agradezco de corazón su afecto, y les digo que dedicaré el resto de mi vida a merecerlo. El reverendo Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que no tiene mandamientos sino sólo amables recomendaciones), fue en calidad de misionero a las Islas de los Mares del Sur a llevar a los nativos la buena nueva de que se irían al infierno si no aceptaban el bautizo. Llevó consigo (cosa que dio de qué hablar a la congregación) a Miss Erere , organista y maestra de la escuela dominical. Lo primero que advirtieron los recién llegados fue que las hermosas aborígenes andaban con el busto descubierto, pues sus coloridas faldas eran tan breves que sólo les cubrían de la cintura para abajo. En su primer sermón el pastor Fages les dijo que irían a parar a la Gehena de fuego si no se cubrían el pecho. El siguiente domingo llegaron todas con el busto cubierto, pero con la parte de abajo descubierta, pues la escasa tela que usaban para vestirse no alcanzaba a cubrir ambas regiones. Miss Erere se escandalizó. «Hermano -le dijo al reverendo-, debemos enseñarles a estas pobres mujeres la diferencia entre el bien y el mal». El pastor Fages volvió a pasear la vista por las bellas nativas (14 veces la había pasado ya) y luego declaró: «Tiene razón, hermana. Usted enséñeles el bien y yo me encargaré de enseñarles lo demás». FIN.
MIRADOR.
Terry, amado perro mío que conmigo no estás ya: si algunas noches me sueñas como te sueño yo, suéñame piadosamente.
No tomes en cuenta mis defectos, mis culpas y mis fallas. Piensa que después de todo soy sólo un hombre. Ninguno hay en el mundo que sea mejor que su perro.
Si yo fuera como tú eres, Terry, sería un ángel.
No hablaría, es cierto, pero eso me haría ser mejor aún.
No habría en mí rencor, envidia ni odio. Si alguna vez los viera les ladraría para ahuyentarlos como a lobos malos.
Suéñame, Terry mío, con amor.
Y si una noche sueñas que me he ido a donde tú estás, recomiéndame a la misericordia del Padre que nos ama a los dos con semejante amor: a ti porque eres perro; a mí a pesar de que soy hombre.
¡Hasta mañana!…