Armando Fuentes
5/03/16
«¿Es usted sexualmente activa?». Tal fue la pregunta que el médico le hizo a doña Frigidia. Contestó ella: «No, doctor. Yo nada más me pongo». Simpliciano, imberbe joven sin ciencia de la vida, invitó a Pirulina, muchacha sabidora, a ir con él a su departamento. Ya ahí el cándido galán sacó un tablero de ajedrez y le propuso jugar una partida. Respondió Pirulina con enojo: «Te equivocas. Yo no soy de esa clase de chicas». La mamá de Avidia le dijo muy preocupada: «¿Por qué te casas con ese hombre de 80 años? Tú estás en flor de edad; no serás feliz con él». «Sí lo seré -declaró ella-. Tiene una limusina, un yate y un jet». Opuso la señora: «Eso no te dará felicidad». «Sí me la dará -repitió Avidia-. El chofer, el capitán y el piloto son jóvenes y guapos». La señora iba a dar a luz por primera vez. Le sugirió el ginecólogo: «Siempre recomiendo que el padre de la criatura esté presente en el alumbramiento». Replicó ella: «En este caso no creo que sea buena idea, doctor. Él y mi esposo no se llevan bien». Pepito fue al baile de disfraces en patines y sin ropa. Explicó: «Vengo disfrazado de carrito de estirar». La esposa de Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, tenía dudas acerca de la fidelidad de su marido. Él le habló, dramático: «En mi vida hay una sola mujer, y ésa eres tú». Con igual vehemencia le demandó ella: «¡Júramelo por tus hijos!». Preguntó Capronio: «¿Por todos o nada más por los nuestros?». El rano, macho de la rana, estaba en trance erótico con la ranita. Sacó la cabeza de entre sus ancas y le dijo con una gran sonrisa: «¡Mira! ¡De veras sabes a pollo!». Jaime Heliodoro Rodríguez, gobernador de Nuevo León, se topó con algo muy real: la realidad. Las promesas que hizo como candidato han naufragado una tras otra en el mar proceloso de los hechos. El infierno al que iba a enviar a los malvados se convirtió en limbo; su resistencia al proyecto Monterrey VI se hizo obsecuencia; su paso firme de candidato se ha vuelto continuo tropezón de gobernante. Le está ganando a Fox en eso de agotar prontamente un capital político. Todo indica que el Bronco, igual que la Revolución, ya se bajó del caballo. Su famoso corcel, de nombre el Tornado, podría llamarse ahora el Vientecillo, el Aura, el Céfiro, la Brisa. Jaime insiste en hacer un gobierno estilo sastre, a base de puntadas, y eso ya no es posible. Cada vez sus gracejos hacen menos gracia, pues la gente espera de él consecuencias, no ocurrencias. Con su voto los nuevoleoneses hicieron del Bronco un personaje histórico, el primer candidato de los llamados independientes en obtener un cargo de gobierno al margen de la estructura partidista. El señor debe estar a la altura de esa responsabilidad. No debe andar ya de tingo lilingo, si me es permitida una expresión cultiparlista, promoviendo una ilusoria aspiración presidencial. En Nuevo León hay mucho que hacer, y él debe aplicarse plenamente al cumplimiento de la tarea que se le encomendó. Desde luego yo no soy quién para decírselo. Nada menos ayer debía entregar un prólogo, y en vez de escribirlo me puse a ver en la tele la película «Las mil y una noches» (1942) con Maria Montez y Sabú. O sea que tampoco me apliqué plenamente al cumplimiento de la tarea que se me encomendó. Carezco entonces de autoridad moral para señalarle al Bronco -o a quien sea- sus omisiones. Sólo alegaré en mi defensa que yo no soy gobernador. Puedo entonces ponerme a ver una película en la tele sin causar daño a ninguna entidad federativa, y más si en aquel film hizo su debut la exótica actriz cinematográfica Acquanetta, llamada por los Estudios Universal «El volcán venezolano», aunque era hija de india arapaho y padre blanco, tanto que -afirmaba con toda seriedad- su bisabuelo paterno había sido hijo ilegítimo del rey de Inglaterra. En fin, ya perdí el hilo de mi peroración. Mejor daré salida a un último chascarrillo y luego iré a ver qué película pasan hoy en la tele. El prólogo lo escribiré mañana. En la Última Cena el buen Jesús le preguntó a San Pedro: «¿Me amas, Pedro?». Respondió el apóstol: «Mira, Señor, te estimo bastante, pero aquí el rarito es Juan». FIN.
MIRADOR.
Por Armando FUENTES AGUIRRE.
El gato -ese trozo de Egipto- camina con paso mayestático sobre la barda de adobe del solar.
Lo miro, y él sabe que lo miro. Voltea a verme con desdén, como si él fuera todo y yo no fuera nadie. Luego se sienta allá, en lo alto, y pasea una mirada de propietario por el mundo.
A mí este gato me provoca un complejo de inferioridad. Recibe el alimento que le doy como si fuera un tributo que le debo. Voy a mi sillón favorito y lo encuentro ocupado por él. No me atrevo a molestarlo; me siento en una silla.
Y es que soy sumiso ante el misterio, y los gatos son eso: un misterio. Con ellos va la hondura de la selva; tienen el señorío de la criatura que nunca ha sido conquistada. El gato simula ser animal doméstico, pero no lo es. Jamás perdió su libertad, como el lobo cuando se convirtió en perro.
Lo que digo no significa que no me gusten los gatos. ¿A quién no le pueden gustar esos resúmenes de tigre? Digo, sí, que no los entiendo. A los dioses, a las mujeres y a los gatos nadie los entiende. Lo digo con el mayor respeto. (Y también con un poquito de temor).
¡Hasta mañana!…