18/12/2018 – Serían las 2 de la mañana, Armando, cuando salté la tapia del jardín. No había luna: escogí con cuidado la fecha en que la noche sería más oscura para no correr el riesgo de ser visto por los vecinos. Sabía que el dueño de la casa, o sea mi amigo, andaba de viaje, y que ella, su mujer, estaría sola. No era la primera vez que tu tío Felipe, o sea yo, se veía en un lance como ése. Tales aventuras recibían en mi tiempo el nombre de «rocambolescas» en alusión a un personaje de novela llamado Rocambole que afrontaba situaciones de peligro de las cuales salía siempre bien librado. En medio de la oscuridad oí un ruido que de pronto me sobresaltó. Era el Káiser, el perro de mi amigo. Me conocía bien -era yo asiduo visitante-, de modo que no ladró; antes bien me hizo fiestas. Entré en la casa por la puerta de servicio. Hallé sin dificultad el camino hacia el segundo piso. Pensé que pronto iba a ser mía. Me gustó desde la primera vez que la vi. No falto a la verdad si te digo que ese mismo día me enamoré de ella. Pensarás que estoy exagerando, y quizá sí: ya sabes que en mis años de juventud fui actor de teatro, y el teatro tiende siempre a exagerar lo mismo en el maquillaje que en los argumentos. El único autor teatral que nunca exageró es Chejov. En sus obras parece que no sucede nada, y sin embargo hay en ellas profundos dramas interiores verdaderamente trágicos. Permíteme hacer una comparación riesgosa: Chejov es un Shakespeare sin altavoz. Pero no pongas esa cara, Armando; vuelvo a la narración. Subí con pasos quedos a la planta alta. Me sentía un ladrón de película. Iba alumbrándome con una pequeña lámpara de mano cuya luz dirigía al piso, no fuera a ser que alguien la viera desde la calle. Mi amigo me había comentado que los residentes de la colonia habían puesto en acción un programa al que dieron el nombre de «Vecinos vigilantes». Si uno de ellos veía algo sospechoso inmediatamente daba aviso a los guardias del fraccionamiento, y éstos llamaban a la policía. A pesar de eso no estaba yo nervioso. Sabía bien lo que estaba haciendo. Iba con la seguridad de que sería mía. Obviamente nunca di a ver a mi amigo que ella me gustaba. Tenía la absoluta certidumbre de que jamás había sospechado de mí, y estaba seguro de que después tampoco sospecharía. Mi experiencia de actor me había enseñado a disimular, y había disimulado bien ante él. Además otras aventuras como ésa me enseñaron a tener sangre fría. Muchas veces oí una pregunta en labios de las mujeres a quienes hice el amor en su casa con riesgo de que el marido llegara intempestivamente. La tal pregunta, acompañada de una sonrisa traviesa, era ésta: «¿No tienes miedo?». La verdad es que nunca me paré a pensar si tenía miedo o no. Iba a lo que iba, y punto. Sin embargo en esta ocasión sentí una extraña inquietud cuando abrí quedamente la puerta de la alcoba. La habitación estaba en penumbra. Por la ventana entraba el vago resplandor de un farol lejano. Fui hacia ella y la tomé en mis brazos. Me sorprendió su extrema levedad. Parecía ingrávida, como si la belleza de su cuerpo y de su espíritu eliminara el peso de la materia. En ese momento, Armando, el tiempo se detuvo para mí. ¿Cuánto tiempo transcurrió? No sé. Igual pudo ser un instante que una eternidad. Al terminar el trance tuve una extraña ocurrencia que hasta la fecha no me explico: le besé la frente igual que se besa la de una esposa. Luego salí de la habitación. Ahora la maravillosa estatua de mármol que esa noche robé de la casa de mi amigo está en mi casa, y Afrodita me mira con ojos de mujer, igual que muchas mujeres me han mirado con ojos de estatua. FIN.
OJO: Favor de no poner en el recuadro nada que deje adivinar el final. Gracias.