«¡Así, papacito! ¡Así!». «¡Muévete, mi negra! ¡Como que me haces una o!». Grande fue la sorpresa del padre Arsilio cuando oyó al pie de su ventana esas palabras a las que acompañaban jadeos acezantes, respiraciones agitadas y entrecortados monosílabos. El buen sacerdote abrió el postigo y lo que vio lo dejó atónito y suspenso: he aquí que un hombre y una mujer estaban en el jardín practicando el más antiguo rito natural. Don Arsilio reconoció a la pareja. Ella era Colchonina, mujer que daba a título oneroso lo que de la naturaleza había recibido gratuitamente; él era Afrodisio, hombre proclive a la concupiscencia de la carne. «¿Qué hacen ustedes?» -les preguntó, severo. Ociosa pregunta, a fe mía: pese a la oscuridad reinante se veía a las claras lo que estaban haciendo. A falta de respuesta de los que follando estaban les ordenó en forma terminante: «¡Suspendan eso inmediatamente!». Contestó Afrodisio sin siquiera alterar el ritmo de su acción: «Quizás en otra ocasión podamos suspenderlo, señor cura, pero esta vez tendrá que perdonarnos. Ya vamos muy adelantados». «Es un honor estar con Obrador». No, señoras y señores diputados y senadores de Morena. Cuando vocean ese grito en los recintos camarales están mostrando su sujeción -por no decir sumisión- a un hombre, siendo que su deber es servir a México, procurar el bien de la Nación por encima de todo caudillismo. Al pronunciar tal frase renuncian ustedes ipso facto al importante papel que les corresponde como integrantes del Poder Legislativo: servir de freno y contrapeso al Ejecutivo, sea quien sea la persona en quien reside ese poder. Repiten ustedes machaconamente el mencionado grito: «Es un honor estar con Obrador», y con eso parecen hacer eco a aquella indigna frase que en tiempos del porfiriato se decía: «Con usted hasta la ignominia, señor Presidente». Será una tragedia para México que los diputados y senadores morenistas abdiquen de su calidad de representantes del pueblo y de la República, de legisladores con criterio y voluntad propios, y se abajen a ser simples personeros de López Obrador, sus incondicionales testaferros, sus obedientes servidores. Que no los ciegue el poder que su líder ha adquirido. Por encima de ocasionales coyunturas está México, estamos los mexicanos todos. No hay hombre, por grande que sea su poder, que esté por encima de la Nación. La obligación de ustedes es cuidar de ella. ¿Es un honor estar con Obrador? Quizá lo fue en tiempos de campaña. Ahora es un honor estar con México. En eso reside el verdadero honor. Babalucas le preguntó a su compañero de oficina: «¿Qué horas son?». Consultó el otro su reloj y le informó: «Las 8 menos 5». «¿Para qué complicas las cosas? -se molestó Babalucas-. Di sencillamente que son las 3». Candidito era un virtuoso joven de ésos que Monseñor Tihamer Toth llamaba «flores de castidad, espejos de pureza y faros de incorruptibilidad». Pertenecía a todas las asociaciones piadosas de su pueblo. Cierto día vio en la plaza a una muchacha cuyos ojos decían al varón que la miraba: «¡Date preso!». Candidito la miró y quedó apresado. Rondó la ventana de la hermosa, y cuando ella acudió a la reja le confesó su amor. No haré larga la historia, que por ser de amor es breve. Se casaron. La noche de las bodas ella se mostró al natural ante su alelado maridito. Él preguntó con temblorosa voz: «¿Recuerdas, Pechichona (así se llamaba la desposada), que el Señor les dijo a Adán y Eva: Creced y multiplicaos ?». Respondió ella: «Sí, lo recuerdo». Y Candidito declaró, turbado: «Pos yo ya estoy creciendo». FIN.
MIRADOR
El arzobispo Wiley quiso conocer la biblioteca de John Dee. Había oído decir que era la mejor de Europa.
El filósofo lo recibió en su casa y le mostró sus libros.
Tenía los de Homero; los de Aristóteles y Platón; las obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides.
Entre sus volúmenes estaban los mejores de la antigüedad latina: Virgilio, Séneca, Horacio, Cicerón.
Toda la sabiduría judaica estaba ahí, lo mismo que la arábiga.
El arzobispo Wiley, áspero, hizo una observación:
-No veo aquí los libros sagrados.
Dee lo llevó a la ventana. A través de ella se veían las montañas, el bosque, el río, el cielo de la tarde en que brillaba la primera estrella. En el jardín la esposa del filósofo jugaba con sus pequeños hijos.
John Dee le dijo al arzobispo:
-Ésos son mis libros sagrados. En ellos leo a Dios.
¡Hasta mañana!…