De política y cosas peores

24/09/2018 – «Estoy embarazada». El anuncio que Dulciflor, joven soltera, hizo a sus padres los sobresaltó. «¡Mano Poderosa!» -exclamó consternada la mamá llevándose las manos a la cabeza, pero cuidando de no descomponer su peinado. Esa antigua jaculatoria alude a Jesús, María y José, y a los ancianos padre de la Virgen, Santa Ana y San Joaquín, cada uno de ellos representado por un dedo de la mano. Alguna vez pregunté en una tienda de artículos religiosos el precio de la estampa de los también llamados Cinco Señores. «Cuesta 10 pesos -me informó la monjita que atendía el despacho-. Le sale a 2 cada uno». Pero veo que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. Cuando Dulciflor manifestó que se hallaba en estado de buena esperanza su papá le preguntó: «Y el padre de la criatura ¿asumirá su responsabilidad?». «Pienso que sí -respondió la muchacha-. Ya tengo la promesa de seis de ellos». Doña Trisagia era excesivamente piadosa. Así como hay señoras que no pueden prescindir de su doctor, y lo consultan casi diariamente por esto y por aquello, así a doña Trisagia le era imposible no confesarse cada día. Una y otra vez buscaba al padre Arsilio para decirle lo que ella consideraba graves culpas, y que eran en verdad minucias: «Cometí un gran pecado de la carne, señor cura: me comí yo sola medio kilo de molida». «Acúsome, padre, de que hoy no hallé nada de qué acusarme». Una tarde llegó a confesarse, cosa que ya había hecho en la mañana. Molesto, el padre Arsilio le dijo al verla: «Hoy tengo mucha gente. No vengas a quitarme el tiempo, a menos que hayas matado a alguien». Salió doña Trisagia del confesonario y dijo a quienes estaban esperando: «Los que no hayan matado a alguien pueden retirarse. El señor cura se está ocupando hoy únicamente de casos de homicidio». Esta señora llamada realidad es muy dura señora. Tiene además unos hijos bastante tercos a quienes se conoce con el nombre de los hechos. Cuando una promesa desorbitada o un proyecto mal fundado se topan con esa mujer o con sus vástagos, ella y ellos se encargan de echarlos por tierra inmediatamente. En la euforia de su prolongadísima campaña López Obrador hizo ofrecimientos y anunció planes que en medio de los vítores y aplausos de la plaza pública se oían muy bien, pero que ahora van cayendo uno tras otro bajo el peso de aquella inexorable dama, la realidad, y de sus tozudos vástagos, los hechos. En estos últimos días le han dado a AMLO una probadita de lo que son y lo que pueden. Lo han tenido sentado horas y horas en el asiento de un avión o en la incómoda butaca de una atestada sala de espera, porque el vuelo comercial en el que iba a viajar se retrasó. Esa molesta experiencia se le va a presentar una y otra vez por rehusarse a usar el avión presidencial, cosa que en teoría se oye bien, pero que en la práctica resulta mal. Y bien le ha ido hasta ahora, pues no le ha sucedido que le cancelen el viaje y lo manden a dormir a un hotel sin más cena que un sándwich frío y una lata de refresco. La dura realidad. Los obstinados hechos. Con ellos se topará el futuro presidente en este y otros casos. Ya lo está viendo, por eso se dedica ahora a «matizar» las promesas y ofrecimientos que hizo. Eso de «matizar» es eufemismo para no decir recular; patrasearse, como dicen en su tierra tabasqueña. Y está muy bien que lo haga, pues nunca es conveniente entrar en pugna con la realidad. Un cierto señor a quien hace mucho tiempo conocí alardeaba: «Soy hombre de una sola palabra». Y añadía enfáticamente: «¡Rájome!». Haga lo mismo López Obrador si con eso deja entrar en sus planes y promesas a un invitado al que hasta ahora ha mantenido fuera: el sentido común. FIN.

MIRADOR.

Este hombre llamado Pedro es saludador.
Va de pueblo en pueblo por los del norte de España prometiendo dar salud. Echa su aliento en la frente de los niños para que no enfermen de difteria o tos ferina. Bendice la entrepierna de ese hombre que teme fallar en el encuentro de amor que sostendrá esa noche. Soba cumplidamente los senos de las casadas jóvenes a fin de que tengan leche en abundancia cuando críen a sus hijos. Le pagan con una hogaza de pan, un queso, una botella de vino.
Este juez lo hace detener por charlatán. Lo obliga a entrar en la casa municipal, cuidada por dos fieros perrazos, para que lo muerdan. Así escarmentará. Entra Pedro, y a poco pide que le abran la puerta. Sale llevando junto a sí a los dos mastines, que le lamen mansamente las manos y los pies.
El viajero caminó varias leguas por el Camino de Santiago con este extraño compañero que vestía el hábito de San Francisco.
Muchos extraños compañeros ha tenido el viajero en el camino de la vida. No sabe por qué recordó ayer a Pedro. ¿Alguna vez Pedro lo habrá recordado a él?

¡Hasta mañana!…

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