17/09/2018 – «Ya no es López Obrador. / Después de tanta amnistía / su nombre ahora sería / más bien López Redentor». A la prima Celia Rima, versificadora de ocasión, se le ocurrió esa cuarteta que hace alusión a los numerosos perdones otorgados por AMLO, empezando por Bartlett, Napito y la Maestra y acabando -por lo pronto- con Rosario Robles. He aquí que vivimos en un país donde las sentencias, absolutorias o condenatorias, no emanan de un funcionario judicial, sino del poderoso en turno, en este caso el dueño de Morena. El imperio de la ley es suplantado por la voluntad de un solo hombre. Aquel juego de palabras ideado por la prima Celia puede ser tildado de facilón, pero ilustra muy bien el autoritarismo de AMLO, que a capricho -«lo que diga mi dedito»- convierte en inocentes a aquéllos a quienes la opinión pública ve como culpables. Es cierto: López Redentor. Avidio, muchacho mexicano avecindado en Falfurrias, Texas, donde trabajaba en una planta elaboradora de mantequilla, recibió el mensaje que le enviaron sus hermanos desde su pueblo, Cuitlatzintli. Decía el tal mensaje: «Papá testó. Ven pronto». Movido en parte por el amor filial y en parte por la esperanza de la herencia (amor filial: 5 por ciento; esperanza de la herencia: 95), Avidio pidió permiso en la mantequillera e hizo el viaje hasta el lugar donde vio la primera luz. Llegó tarde: su padre había fallecido ya. Se consternó el muchacho por la muerte de su progenitor, y porque supo que en su testamento el señor había dejado todos sus bienes a su esposa. (Consternación por la muerte del progenitor: 2 por ciento. Por lo del testamento: 98). La viuda no le guardó al difunto el obligado luto de un año, con todo y ser su única y universal heredera. Un mes nomás vistió de negro. Al siguiente se puso medio luto -blusa blanca; falda negra-, y luego estrenó vestuario nuevo, multicolor y alegre, comprado en la capital con el dinero que le dejó el finado. Con eso el pueblo tuvo un nuevo motivo de murmuración. El último que había tenido databa de 1927: el escandaloso amasiato del general Huiloncio, federal, con la Madre Ponchita, monja cristera. La inaudita conducta de la viuda fue reprobada por unanimidad, e incontinenti se le expulsó de la Cofradía de la Reverberación, de la cual era portaestandarte ad perpetuam. Quienes habían sido sus amigas y compañeras de lotería ahora se cruzaban a la otra acera cuando la veían venir. A ella no le importaban esos desaires, antes bien le venían guangos, si me es permitida esa expresión plebea. Todas las tardes salía a pasear por la alameda en un calesín con cochero y caballo engallado, y hacía que a la salida de la misa la esperara en el atrio del templo una criada que le servía ahí mismo una taza de chocolate con piononos. Sucedió que cierto día Avidio recibió en Falfurrias un nuevo mensaje: «Mamá testa». No leyó más. De inmediato pidió un nuevo permiso en la mantequillera -el gringo refunfuñó, pero ni modo- e hizo el viaje a Cuitlatzintli para acompañar en sus últimos días a su madrecita santa, y de paso ver lo de su testamento. (Interés por la madrecita santa: uno por ciento; interés por lo del testamento: 99). ¡Qué herencia ni qué ojo de hacha! Nueva decepción. Avidio encontró a su madre más fresca que una lechuga; flamante, pimpante, rozagante, como si en vez de ser viuda de 60 otoños fuera doncella de 19 abriles. Desolado les preguntó a sus hermanos: «¿Por qué entones me pusieron ese mensaje que decía: Mamá testa ?». Le contestó el mayor: «No leíste completo el mensaje, y lo que leíste no lo leíste bien. El mensaje decía: Mámate ésta: nuestra madre se casó con el caporal del rancho «. FIN.
MIRADOR.
Por Armando FUENTES AGUIRRE.
Corre el agua por el arroyo del Potrero de Ábrego.
No ha dejado de llover ni un solo día desde hace más de 15, y el ancho cauce, seco casi siempre, ahora lleva agua de una orilla a la otra.
No ha habido daños, a Dios gracias, ni el torrente se ha llevado a algún cristiano o a algún animal, gracias a Dios. Lo único malo es que no hemos podido pasar a la otra orilla para ver cómo va la plantación nueva de ciruelos en la huerta Los Coyotes, o si han crecido los nogalitos que pusimos a lo largo de la acequia en Los Sirrales.
Por la noche escuchamos el rumor de la corriente. En la cocina se oye el borbollar de la olla donde hierve el agua para el té de menta o yerbanís. Agua afuera y agua adentro. Y mañana otra vez la lluvia, agua de Dios, sobre la tierra que por largos meses tuvo sed.
Los ancianos del rancho dicen que no recuerdan haber visto llover tanto como en estos días. Lo mismo dicen cada vez que llueve mucho.
Yo tampoco recuerdo haber visto llover tanto como en estos días.
Lo mismo digo cada vez que llueve mucho.
¡Hasta mañana!…