15/08/2018 – CIUDAD DE MÉXICO .-Hago del conocimiento de mis cuatro lectores que al final viene un cuento de color subido que excede los límites de la moral. Este señor don Eduardo era todo un señor don. Comerciante entre los más destacados de su ciudad natal gozaba de general aprecio por su caballerosidad y buenas cualidades, que incluían un recio sentido común y un claro conocimiento de las cosas. En cierta ocasión un grupo de amigos suyos cuya edad pasaba ya de los 60 y se acercaba con insolente prisa a los 70 discutían en el casino de la localidad acerca de diversas sustancias o alimentos a los cuales se atribuían virtudes potenciadoras de la libido. A ellos solían recurrir en aquel tiempo los varones que por causa del invencible asedio de los años miraban abatida la bandera de su masculinidad, antes dispuesta siempre a los combates, ahora tristemente doblegada. («¿Por qué, Amor, cuando expiro desarmado de mí te burlas…?», endechó, dolorido, El Nigromante). No conocían aquellos señores las miríficas aguas de Saltillo, capaces de poner a la mismísima momia de Tutankhamon en aptitud de hacer obra de varón, por eso hablaban de los presuntos méritos de la hierba damiana, también llamada garañona; de la hueva de lisa o los ostiones; de la yohimbina, antecedente de los modernos fármacos incitadores del deseo erótico en el másculo. Don Eduardo detuvo con imperioso ademán aquel debate y haciendo a un lado su proverbial mesura sentenció terminante: «Señores: no nos hagamos pendejos. Eso, cuando se acaba, ¡se acaba!». Pienso que al PRI, al PAN y al PRD son aplicables las sonoras palabras de aquel sabio señor. El PRI detentó durante siete décadas el monopolio del poder político. Luego se vio obligado a repartir migajas entre sus opositores a fin de mostrar ante el concierto de las naciones civilizadas una aparente democracia. Después el PAN y el PRD sacrificaron ideales y principios con tal de tener ellos también su parte del pastel. El PAN llegó a quitárselo del todo al PRI. Ahora el huracán político y social que trajo consigo López Obrador lleva a esos partidos al desván de los trebejos, y no tendrán ahora más función que la de una oposición simbólica o testimonial, como fue durante muchos años la disidencia de la izquierda y la derecha frente al poder incontrastable del antiguo PRI. Digan esos partidos con la misma resignación de don Eduardo, y con su mismo sentido de la realidad: «Eso, cuando se acaba, se acaba». Priistas, panistas y perredistas bailaron mucho tiempo. Les toca ahora sentarse. Y me temo que estarán sentados más décadas que las que el PRI tuvo sentados a sus opositores. Viene ahora el cuento de color subido. Personas con escrúpulos de moralina suspendan en este punto la lectura. Don Poseidón, paterfamilias de moral severa, tenía una hija de nombre Flordelisia. La había educado en colegio de monjas a fin de que adquiriera las virtudes que una señorita decente ha de tener, especialmente la pureza, preservadora de la virginidad que le permitiría hacer un matrimonio ventajoso, igual que una mercancía sin maca puede venderse mejor que una que ha sufrido daño o merma. Grande fue la sorpresa del genitor, por tanto, cuando una noche llegó a su casa y sorprendió al novio de su hija haciéndole el amor a la muchacha sobre el diván u otomana de la sala. «¿Qué es esto, descastado? -le gritó en paroxismo de iracundia-. ¿Qué le haces a mi hija?». (¡Vaya pregunta!). «Perdóneme, señor -se disculpó el mozalbete-. Flordelisia estaba melancólica, y para alegrarla un poco me la follé». «¿Me la. qué?» -se enfureció don Poseidón. «Melancólica, señor -precisó el novio-. Así como tristecilla». FIN.
MIRADOR.
Encontré en el Real de Catorce una imagen de San Expedito.
Este santo no goza de mucha devoción, quizá por causa de su nombre. Se le conoce poco: los hagiógrafos -Butler, Ricardi, Pérez de Urbel, Roig- apenas si se ocupan de él.
La imagen que en el Real hallé lo muestra como un joven soldado romano con su atavío de tal. En una mano lleva el cáliz con la sagrada forma; en la otra la palma del martirio.
San Expedito es el santo patrono que protege a sus devotos contra los daños causados por la procrastinación, ese nocivo hábito que consiste en aplazar lo que se debe hacer; en dejar las cosas para después.
Siento tristeza por San Expedito; tan olvidado está, tan preterido. Compraré una peana para él y lo pondré en la sala de mi casa con un ramillete de flores y una veladora.
Pero eso lo haré después.
A ver cuándo.
¡Hasta mañana!…