De política y cosas peores

Armando Fuentes

11/03/15

Allá por los años cincuentas del pasado siglo fue encontrada en una iglesia de Viana, en Navarra, España, una tumba con restos que, se dijo, eran los de César Borgia. Este señor fue hombre de tronío, para decirlo a la española, pues español era su apellido: Borja. Hijo natural -artificiales no hay- del Papa Alejandro VI, su santo padre lo hizo obispo a los 15 años, y cardenal a los 18. A Cesarito, sin embargo, no le gustaba el incensario; prefería la espada, y es fama que hizo asesinar a su hermano Giovanni para quedar al frente de la milicia del papado. Los dos, César y Giovanni, habían sido amantes de la esposa de otro hermano suyo, Gioffre. La tripartita dama se llamaba Sancha. Por lo tanto Giovanni y César eran los sanchos de Sancha. A mis lectores en el extranjero les diré que el término «sancho» se usa en México para designar al hombre que entra en el domicilio de la mujer casada cuando el marido sale. En Sonora se le llama «pata de lana», pues sus entradas son furtivas, silenciosas. Otro nombre recibe el visitante que encornuda: «el pendiente». Por eso los maridos deben precaverse cuando su esposa les diga: «Avísame a qué horas vas a llegar hoy en la noche, para no estar con el pendiente». Aquí la palabra «pendiente» es sinónimo de preocupación. Pero advierto que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. En el curso de una de sus campañas César Borgia halló la muerte a manos de soldados del conde de Lerín. Cuando en nuestro tiempo el duque de Alba, descendiente directo de ese conde, supo del hallazgo de la tumba de Borgia, comentó: «Entiendo que a ése lo mató un antepasado mío. Habrá que hacerle un mausoleo». Hagan ustedes de cuenta don Juan Tenorio: «No os podéis quejar de mí, / vosotros a quien maté: / si buena vida os quité / mejor sepultura os di». Finalmente, en 2007, los restos del tremendo confalonero, que en un tiempo estuvieron sepultados bajo la calle, para que todos lo pisaran al pasar, fueron llevados a la iglesia de Santa María, en Viana, con motivo de los 500 años de su muerte. El arzobispo de Pamplona declaró: «Lo que este hombre haya hecho en vida debe serle perdonado en muerte». A lo que voy es a decir que en los países civilizados el transcurso de los años hace que los errores cometidos por los personajes históricos les sean perdonados. No así en México. Se diría que aquí la Historia se detiene. Los hechos del ayer parecen sucedidos hoy. Hernán Cortés sigue siendo deturpado, lo mismo que Iturbide, igual que Maximiliano, Miramón y Mejía. Los restos mortales de Porfirio Díaz no pueden reposar en su suelo natal. En otras naciones la Historia es gran conciliadora; aquí es coleccionista de rencores. Debemos dejar ya ese maniqueísmo elemental que divide a los protagonistas de nuestra historia en buenos y malos, en héroes y villanos. No seremos un pueblo cabalmente unido mientras no nos reconciliemos con nuestro pasado. Descansen en paz los restos de don Porfirio, y descansen en México. Tres individuos jóvenes llegaron al mismo tiempo al Cielo. San Pedro, el portero celestial, les informó que los admitiría en la morada de la eterna bienaventuranza si pasaban la prueba de la castidad. Para eso llamó a su asistente, un galano arcángel, y le pidió que atara sendas campanitas en el atributo varonil de cada uno de los recién llegados. Les dijo que haría pasar frente a ellos un desfile de venustas féminas -huríes, odaliscas, sílfides, nereidas, náyades y ninfas- sin más atuendo que la aureola celeste que portaban. Si la vista de esas hermosas mujeres les provocaba una tumefacción viril, la respectiva campanita sonaría, y eso automáticamente descalificaría a aquel cuya campanita resonara. Empezó el cortejo de beldades. Al verlas dos de los aspirantes no pudieron contener el rijo. La campanita de uno hizo «tilín»; la del otro -mejor dotado- hizo «tolón». La del tercero, en cambio, no sonó: al paso de las tentadoras hembras el individuo permaneció impávido, incólume, flemático e impertérrito. Le dijo el buen San Pedro: «Sólo tú has pasado la prueba de la castidad. Entra en el Cielo». Fue a abrirle la puerta, pero al hacerlo se le cayó la llave. El hermoso arcángel se agachó a recogerla, con lo cual puso a la vista sus atractivas redondeces posteriores. Y entonces sonó la campanita del tercero. FIN.
OJO: «Dice: «Vosotros a quien maté», no: «Vosotros a quienes maté».
MIRADOR.
Por Armando FUENTES AGUIRRE.
Llueve que llueve y llueve en el Potrero de Ábrego.
Llueve una lluvia fina que casi no parece lluvia, sino neblina más neblina. Pero es muy mojadora esta invisible lluvia. El que no sea de aquí saldrá de la casa y en un instante quedará empapado de los pies a la cabeza, como si hubiera caído en el estanque.
No hay memoria de estas lluvias en marzo. En mayo sí, con acompañamiento de truenos y relámpagos. Los viejos del rancho menean la cabeza y dicen que el mundo de hoy ya no es mundo.
Veo por la ventana esta lluvia que es casi niebla, esta niebla que es casi lluvia, y se me humedece el corazón. Si los días siguen así se me pintará de verde, lo mismo que las piedras que crían musgo de tanto ver pasar las aguas del arroyo.
Llueve que llueve y llueve en el Potrero de Ábrego.
Tampoco yo me acuerdo de estas lluvias. Quién sabe si la lluvia se acordará de mí.
¡Hasta mañana!…

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